La abuela Soledad (y 2)

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Unos días después, ante la sorpresa de toda la familia, la abuela Soledad vistió una camisa blanca y unos viejos pantalones vaqueros que había encontrado en el armario. Camino de las compras, del brazo de su nuera, charló sobre sus nietos y lo bien que iban en la universidad, una buena noticia. Pero la alegría duró poco. El coste de la vida no paraba de subir. «La carne ha subido otra vez de precio. ¡Qué caro está todo!». Al entrar en la pescadería del pueblo, se mentalizó para la ardua tarea de comprar el pescado: había que mirarle bien los ojos para ver si estaba fresco; luego, la simpática pescadera tenía que arreglarlo bien, que no siempre lo hacía como a ella le gustaba.

Al tomar el tique para pedir la vez y esperar un rato a ser atendidas, la abuela Soledad comprobó que el viejo misterioso del otro día estaba allí comprando:

—Pues palometa, qué le vamos a hacer si aquí no hay otra cosa para cocinar un rico caldero —dijo, mirando a la pescadera.
Mientras le limpiaba el medio kilo de palometa, la pescadera, curiosa, preguntó:
—¿Caldero?
—Sí, señora. Hoy cocinaré caldero del Mar Menor.
—Pero esto es un pueblo de la vieja Castilla, señor.
—Pues ahí está la gracia —replicó— y, si no hay mújol, pues la palometa valdrá. El arroz ya lo tengo. ¿Sabe usted dónde podría comprar la ñora?
—Sí, claro. En el súper, dos calles más abajo, deberían tener. ¿Algo más?
—-Pues no pensaba pedirle más, pero desescama usted el pescado con tal gracia y tal donaire, que no puedo evitar pedir una dorada. Una de las pequeñas, por favor.

La pescadera no pudo disimular su risa.

Cuando, con la bolsa del pescado colgando de un saliente de su muleta, el viejo abandonaba el local; se encontró con la abuela Soledad. Entonces, ella se volvió hacia su nuera:

—Termina tú de hacer la compra, cariño. Acompaño a mi primo al súper, que está mayor y necesita ayuda.
—¡¿Qué?! Bueno, venga, vale. Ten cuidado. Luego te veo.

El viejo se apoyó con una mano en la muleta, con la otra se sujetó en el brazo de ella. Comenzaron a caminar juntos. Al notar su cálida mano, ella sintió un escalofrío. Otra vez los recuerdos de hace sesenta años la inundaban, memorias hermosas de cuando alguna vez aquella misma mano, de manera furtiva, había acariciado la suya.

—¿Tú crees que tendrán ñora? Puedo sustituirla por pimentón. Sé que no es lo mismo, pero si no hay otra cosa...
—¿Vas a hacer caldero? —preguntó.
—Claro, hoy es un día señalado, hay algo que celebrar.
—¿Y tú qué tienes que celebrar, si puede saberse?
—Que ayer te vi después de tantos años, ratita.
Los ojos de la abuela Soledad se humedecieron.
—¿Por qué?
—Qué.
—¿Por qué no pudo ser? Esperé durante muchos años. Te habría dicho que sí.
—Ya lo sé.
—¿Por qué? ¿Por qué entonces, primo?
—Era un niño. Me faltaba madurez. Yo no estaba preparado.
—¡Qué tontería! Años después, en la boda del primo Luis, nos volvimos a ver. Ya no éramos niños. ¿Lo recuerdas? Nos sentamos juntos en la fiesta.
—Bebí más de lo aconsejable. Una resaca como ésa no se olvida fácilmente.
—Yo también bebí demasiado. Acababa de finalizar una relación un poco tóxica, me sentía muy sensible y tú estabas ahí... te habías convertido en un joven muy atractivo. ¿Qué pasó entonces que no pasó nada?
—Estaba pasando una mala racha. Si me hubiera unido a ti, yo te habría hecho sufrir muchísimo. No estaba preparado.
—Con los años encontré a un buen hombre que vivía en el pueblo de al lado, formé con él una familia y tuve un hijo. Sin embargo, nunca pude olvidarte.
—Yo también me casé. Siempre te llevé en el corazón.
—¿Qué haces aquí? ¿A qué has venido entonces a este pueblo?
—A decirte que estoy preparado.
—¿Sesenta años después?
El viejo elevó la vista para mirar el cielo. Despejado. Ni una nube. El sol inundaba de alegría las calles del pueblo.
—Hace buen tiempo. A pesar de la lesión de la espalda que no me deja andar bien, conservo una buena vista y puedo conducir. Si lo deseas, tomo el automóvil y en cinco horas estamos junto al mar, en la playa otra vez, como en el pasado, ratita.

—¡Abuela! ¿Qué estás haciendo? ¿Has perdido la cabeza?
—No, estoy haciendo las maletas. Por suerte, encontré el bañador, pensaba que lo había perdido. En una hora alguien vendrá a recogerme. Me voy con él. No intentes detenerme.
—¿¡Qué!?

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