Historias del Animal

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Yo soy la bestia, el monstruo, el infrahombre. Nací hace muchos años bisiestos en el penúltimo día de la segunda luna del primer mes, sumido en una tormenta invernal de electricidad, escarcha y granizo. ¡Ay!, durante aquella noche gélida, terrible y nauseabunda las olas del océano rompían contra el ominoso acantilado con inusitada violencia y un viento glacial y de muerte recorría el páramo abominable.

De pequeño, en mi inocencia infantil, caminaba llevado de la mano del Animal. Él era mi amigo, pero las personas mayores no lo entendían y me señalaban con el dedo, incrédulas, mientras los otros niños me tiraban piedras. Yo no sospechaba que por aquel tiempo los pájaros del bosque se negaban a volar, escondidos a salvo en el refugio del cobijo de sus nidos.

Con los años aprendí a disimular, aparentando ser como los demás, fingiendo que Él no existía, aunque sólo por estética y nada más, nunca por convicción. Qué sé yo, quizá con el vano anhelo de lograr confundir a los menos sagaces y así gozar por unos minutos de esa breve cuota de ficticia normalidad a la que todos tenemos derecho...

Pero era inútil. Bien lo sabía yo. Los chismosos comentaban, porque, tarde o temprano, el Animal se presentaba, grotesco, inexorable, despiadado, salvaje, a veces obsceno, siempre inoportuno, con esa cruel sonrisa de simio perverso, para hacer de las suyas y arruinar toda la belleza posible.

Jamás albergué ilusión alguna, nunca vivió en mi pecho esa ficción llamada esperanza. Esa mentira. El Animal, minucioso, amputaba cualquier sentimiento digno de ser sentido. Él destruía lo hermoso, la elegancia y la armonía.

Y esa fue mi vida hasta que te conocí, amor. Entonces. Sí, lo recuerdo, fue entonces cuando comprendí que otros mundos eran posibles. Otros multiversos. Tú te enfrentaste a Él y lo desterraste con el poder de tus besos. Tú lo despeñaste sobre ese averno oscuro, profundo y hediondo del que nunca debió salir. Tú.

Ya no le tengo miedo, amor. Desde el día de su naufragio amargo en el mar de tus abrazos, el Animal ya no es temible. Dejó de inspirar el terror aciago, el pavor y la pena negra; pues hoy, desorientado y confundido, busca Ítaca sin rumbo ni norte.

Tú me salvaste, amor, del Animal y de mí mismo.

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