III

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Eduardo dejó notar la emoción en sus labios a punto de sonreír y en sus ojos vidriosos; más la mirada despreciativa de Lucas evitó su sonrisa y provocó un derramamiento de lágrimas que nada tenía que ver con la emoción inicial.

Discutieron un poco sobre no discutir aquello de lo que Lucas no quería (aún) discutir y no discutieron. De lo que sí discutieron fue de, lo que podríamos llamar, la naturaleza (espero que este término no produzca confusión) del lugar en el que estaban.

Eduardo, que se sabía dentro de una mente, estaba aterrado. Era consciente de que de las muchas veces que Lucas ingresó a una mente: siempre lo hizo sin compañía. Siempre estaba, podríamos decir, solo. Ya dentro de las mentes realizaba acciones, que fue aprendiendo con el tiempo, para proteger su propia mente (lo más posible) de la mente anfitriona (como le decía él y que a mí me agrada bastante). Entonces, dentro de las posibles respuestas consideradas por Lucas (sabidas por Eduardo) ante la interacción con una persona conocida/cercana en el desempeño de sus aptitudes como telépata estaban: que la persona sea la anfitriona, o que sea una invención de su propia mente, o que su telepatía le permitiera ahora ingresar con un tercero. En cuanto a la primera, él no estaba dispuesto a ingresar en la mente de una conocida/cercana (que no eran muchas) porque eso afectaría en la relación; aunque, no descartaba la posibilidad de que en un estado corrompido pudiera desconocer la regla autoimpuesta. En cuanto a la tercera, no creía tener las habilidades para lograr aquello, pero no dejaba de ser un puede ser. Lucas apostaba por la segunda opción, le parecía la más razonable porque, a pesar de que nunca le había pasado, había tenido experiencias algo (que sea) parecidas.

—Cierra los ojos —dijo Lucas cerrando los suyos—. Respira. Relájate.

Evitando pensar en aquello que le perturbaba, Eduardo cerró sus ojos. Trató de pensar en lugares que le producían satisfacción sin ser muy estimulantes. Trató de pensar en situaciones que le llevaban a la paz y a la calma. Pensó en su adolescencia, una época en la que hallaba más sentido a la vida, cuando tenía menos responsabilidades, sobre todo los veranos que se pasaba jugando videojuegos de simulación, recreando su vida, cambiando cosas que pudieron ser (su madre estaba ahí), ordenando todo a su antojo; pensó en los almuerzos de domingo en casa de su padre, cuándo este lo esperaba con lasaña, porotos granados, charquicán o con humitas, sobre todo con humitas, después de comer reposaban recostados en la cama viendo una película que nunca terminaban porque se quedaban dormidos; pensó en los paseos de Ali, la perrita de su padre, cuándo corría y olfateaba, cuándo tenía que levantarla porque se acercaba un perro muy grande y ella aprovechaba de lengüetearlo; pensó en las charlas ocasionales con Ana, cuándo se ponían al día y él le contaba de su vida mientras ella lo escuchaba y le acariciaba el cabello; pensó en Lucas. Consiguió relajarse tanto que sintió sueño, pero dónde estaba era imposible dormir, lo más cercano era la sensación constante de pérdida de equilibrio y consciencia, ese estado no duró mucho; despabiló al advertir una música que se había escabullido sin ser vista en todo el paisaje que ya era uno con ella. Si bien esto no lo asustó, sí que lo alarmó y no pudo evitar abrir los ojos.

Aún sentado Lucas bailaba. La canción le era desconocida, pero la percibía con cierta familiaridad y se apoderó de él sin hallar resistencia. Lo atrapó en un recuerdo (únicamente) emocional que lo reencontraba con un deseo dormido y que parecía ajeno. Deseaba sin saber qué. Deseaba. Le agradaba desear. Pensaba que el desear surgía de una experiencia imaginativa positiva que a pesar de no haber ocurrido en el mundo no psíquico le hacía florecer y tener otra visión de la vida. La música le daba vida, ¿o él le daba vida a la música? Sentía que la música era una expresión emocional de sí. Lo sentía tan natural. Cada palabra deseada del diccionario susurrada por el delicado movimiento de sus brazos ilusionistas que no permitían ver cuando empezaba una palabra y terminaba otra.

Eduardo se movía con cautela y lo miraba con una sonrisa inevitable que sólo era interrumpida por el movimiento de sus mudos labios.

—¿Querí fumar? —dijo Lucas abriendo su cartera. De ella empezó a sacar cachureos: lápices, cucharas, pinches, servilletas, envoltorios vacíos, boletas, intentos de poemas de amor sin destinatario, un pan duro, entre otras cosas que, podrían ser pura basura para cualquiera que percibiera la realidad de un modo diferente al de Lucas (como yo), pero que estaban cargadas de un simbolismo íntimo—. Al principio todo es tranquilo, —decía soplando migajas atoradas en un viejo encendedor, migajas que cayeron al pasto y que luego desaparecieron por obra de algunas hormigas oportunistas— aprovechemos eso. 

En la universidad había movimiento: cientos de personas ingresaban al edificio principal y, desde ciertos ángulos, no se veían muy diferentes a hormigas camino al hormiguero.

Son hormigas - son los elementos que conforman un río - que conforman un circuito - un sistema computacional - una mente obsesiva, quizás - personas camino a su trabajo - una inteligencia limitada a realizar una y otra vez la misma orden...

Pero algo pasó: algunas hormigas solitarias se alejaron del nido siendo seducidas por un árbol flaco que no tenía hojas; lo que sí tenía eran brotes, pequeños brotes imperceptibles para las caprichosas hormigas que solo les interesaban las flores. Y, justamente, de este árbol una flor nació; una flor que tan rápido como se abrió se pudrió, emergiendo desde su interior una gata dormida que, ante la insistencia del público, empezó a maullar. No alcanzó a maullar mucho cuando saltó por encima de las hormigas, cruzó el patio y se echó a dormir en la falda de quién con cuchitos la había llamado al notar a Eduardo cautivado mirándola.

Después de eso se quedaron callados; después Eduardo dijo unas cosas que hicieron reír mucho a Lucas; después volvieron a fumar; después Lucas sonrojado leyó sus viejos poemas de alguna época apasionada y encapsulada en unos versos que ya no eran suyos; después Eduardo expuso algunas similitudes y diferencias entre el mundo y la mente, un contraste que no dejaba de confundirlo en cuánto a lo real; después volvieron a fumar; y después hablaron de lo que Lucas no había querido discutir, algo que había ocurrido antes de entrar en la mente del anfitrión: una noche, como muchas otras, en la que Ana organizó una fiesta en su casa.

Memorias de artificioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora