II

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Ahora, antes de continuar, debo señalar que la próxima aventura (la última) de Lucas me ha permitido soñar, cosa que nunca creí posible en mi monótona vida, por ende me es una ardua tarea dejar de lado a plenitud mi emocionalidad en lo narrado. También advierto que la historia se verá constantemente interrumpida por descripciones y hechos previos necesarios para el entendimiento de la lectura, hechos que a su vez no dejan de ser episodios elementales, así como lo fue el apéndice.

Ocurrió más o menos dieciséis años más tarde del primer ingreso. Lucas abrió sus ojos sin lograr ver, estaba encandilado por el sol, de lo que parecía ser, una tibia mañana de primavera. Para compensar su falta de visión, acarició el pasto en el que estaba sentado y permaneció en silencio tratando de percibir algo que no tardó en oír: una voz.

Algo indescifrable para Lucas repetía sin parar.

Algo que luego Lucas interpretó como su nombre.

—Lucas —escuchó

—¿Dónde estamos? —preguntó

Le dijeron que estaban en la universidad a la que Lucas había asistido un par de semestres hace muchos años para estudiar una carrera que poco y nada influenció en su vida, pero que aún así recordaba con aprecio. La voz le dijo que la universidad seguía igual, que nada había cambiado, que era tal y como la recordaba de cuándo estudiaban ahí y, a partir de eso, se pusieron a recordar algunas historias de esos tiempos y, a partir de eso, rieron como viejos amigos que recuerdan sucesos cómicos vividos por unos alguien que alguna vez fueron ellos y, a partir de eso, exploraron conceptos como el tiempo, la juventud, la libertad, la esperanza, la vida (lo que más había cambiado era el significado que tenían de la vida) y, a partir de eso, se quedaron en silencio.

—Aún no sé quién eres —dijo Lucas tocándose el cabello— dime tu nombre.

La voz respondió a su petición; dijo su nombre y Lucas lo repitió, la voz lo volvió a decir y Lucas lo volvió a repetir (lo repitió muchas veces). No sabía a quién le pertenecía ese nombre, nunca lo había escuchado, «¿es realmente un nombre?», pensó. Era una palabra que no tenía significado para él; y para mí tampoco, la verdad. Sin mucho esfuerzo he pensado en ese nombre oído por Lucas y no he llegado a un significado aún (y creo que nunca llegaré porque no me interesa lo suficiente), pero se me viene a la cabeza, metafóricamente, un balbuceo de guagua y un malvavisco bañado en chocolate.

—Sigo sin saber quién eres —dijo— ¿De verdad te conozco?

La voz le dijo que se conocían desde la infancia y le nombró varios momentos que habían compartido, Lucas los recordaba, pero no sabía qué lugar ocupaba la persona detrás de la voz en esos recuerdos. Para ese entonces ya había recuperado su visión que miraba con poca atención sus manos tocando el pasto. Suspiró, levantó la cabeza y vió a un desconocido frente a él. Un desconocido de mejillas rosadas, pestañas largas y bien peinado lo miraba. No lo recordaba, y bromeando lo culpó por tener un nombre tan raro. Le preguntó si acaso era un sobrenombre, pero el desconocido le dijo que no, dijo que era su nombre, que era bastante común a su parecer.

Lucas volvió a repetir el nombre varias veces mirando al desconocido, pero mientras más lo repetía, menos sentido tenía. «Buubaba», empezó a oírse decir. «El nombre del desconocido es entonces Buubaba», pensó.

Buubaba insistió en que su nombre era común, que Lucas ya conocía a otros Buubabas, que tan solo en la universidad estaban Buubaba Pérez de sociología, Buubaba Díaz de periodismo y Buubaba Godoy de pedagogía.

—Nos invaden los Buubabas —dijo Lucas y ambos rieron.

A petición de Lucas, Buubaba habló de su vida: era el único hijo de un viudo, había vivido toda su vida en el puerto (primero con su padre y actualmente solo), era soltero, trabajaba como contador para una fábrica de helados, su comida favorita eran las humitas, su fruta favorita era la sandía, le gustaba la informática, la ciencia ficción y los videojuegos, nunca había salido del país, le tenía alergia a los gatos y estudió en la universidad una carrera que no terminó.

—¿Cómo me conociste? —preguntó Lucas.

Le dijo que lo conocía de vista hace tiempo en el colegio, pero la primera vez que hablaron fue el día en que Lucas se desmayó en educación física y lo tenían en la enfermería. Mandaron a llamar a la hermana de Lucas que estaba en clases de historia, Buubaba pidió permiso para acompañarla (en ese tiempo era su mejor amiga). Cuando llegaron encontraron a Lucas, un niño flaco, pálido y ojeroso, tomando desayuno y viendo tele con la inspectora. La inspectora le dijo a la hermana de Lucas que se sirviera una taza de leche y que sacara un pan del canasto y, sin remedio, tuvo que ofrecerle lo mismo a Buubaba, al que nadie llamó, pero ahí estaba parado en la puerta con los ojos bien abiertos.

Durante el relato de Buubaba, Lucas recordó a su hermana: era su hermana mayor, se llevaban por unos seis años, la mayor parte de su vida fue su mejor amiga no correspondida, pese a eso se amaban y cuidaban. Su nombre era Ana. Lucas a veces le decía Anita, a veces le decía Ani, a veces An, otras A y cuando bromeaban le decía Ano, pero la mayor parte del tiempo le decía Ani. Era su hermanita Ani.

—¡Lalo! —dijo

Memorias de artificioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora