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Cuando los ánimos se calmaron, varios días después, el Segundo seguía de ánimos rotos, vagando entre cada recámara, siempre acompañado de Naelara, para mantenerlo al margen. Sin duda, aún no se ganaba la confianza plena de Tener.

—¿Cuánto tiempo llevas con él?

—Lo suficiente —replicó cortante Naelara.

—¿Cuánto te pagan?

—No hay pago que pueda darme satisfacción. Ayudar a una causa tan noble como la completa aniquilación del Ykraddath es suficiente para mí.

—¡Ah!... —respondió el Segundo. Caminaba con dificultad, le dolía la planta de los pies. Estaba acostumbrado a andar por Tierra más que por el metal. Por la hierba en vez de por las relucientes cubiertas de las naves. No llevaba más que unos días allí, y ya extrañaba andar por los confines de la galaxia.

Almorzó una ración muy limitada de algo parecido a habichuelas, y una pasta reforzada con vitaminas y minerales. Realmente asquerosa.

Más tarde, concretó una cita con Tener para tratar los temas que quedaban. Y para concretar aquella misión que le deparaba el destino.

Se sentía nervioso, en miles de años no se había sentido así. Y después de intentar suicidarse, con todo lo que le había costado reunir esas fuerzas... No le quedaba más voluntad. ¿Cómo podía haber cometido un error tan tonto? No lo había planeado lo suficiente. Pecó de novato, por la cotidianidad que le arrastraba a tomar una reunión con Tener Cosnel. Pensó que podría llevarse todos sus secretos a la tumba, pero había fallado.

No volvería a intentarlo. Ni siquiera había podido suicidarse la vez que el Ykraddath se llevó al universo primigenio. No necesitaba hacer más que quedarse quieto. Los otros diez lo habían hecho sin problemas, ¿por qué no lo había hecho en ese momento? Pero corrió a los calzones de una nave de emergencia, a la legendaria Refugio, para dejar atrás todo lo que conocía, para ir a un futuro penoso y sombrío, en un sitio desconocido, a Mars. Lo más probable era que muriera, pero no murió. Tampoco murió cuando Tener se llevó la fórmula de la sustancia que, incluso en ese momento, lo mantenía vivo. Jamás llegaba a morir. ¿Por qué? La pregunta persistía con el pasar de los siglos.

¿Qué más le quedaba? ¿Quiénes habían sido sus padres?

¿A cuantos seres queridos había visto morir? Y él seguía de pie, débil y cansado.

Ni siquiera había tocado la comida esa mañana, ni la anterior. Comer, después de tantos miles de años de cenas y comidas inacabables, resultaba una tarea tediosa y desagradable.

No había nada en sus arcas, sólo efímeros recuerdos de un puñado de seres humanos que perecían a su alrededor. Era imposible hacer un conteo de todos a quienes había visto morir en los azares de las guerras, en los azares de la naturaleza... En fin, ¿cuándo iba a acabar todo ese sufrimiento? No solo el suyo, si no el de los humanos.

Comenzó a llorar de forma inesperada. Naelara se acercó para saber si algo le había sucedido. Pero al ver su cara, decidió que era demasiado, y lo dejó a solas, por primera vez en esa semana.

Ykraddath, La MasaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora