CAPÍTULO X

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Norman sonrió al hombre de avanzada edad y le dijo:

—Aquí tiene la llave. Son diez dólares por los dos, señor.

La esposa del hombre de edad avanzada abrió el bolso.

—Tengo el dinero aquí, Homer.

Colocó un billete en el mostrador. Luego miró a Norman, entornando los ojos.

—¿Qué le pasa? ¿No se encuentra bien?

—Sí... Estoy un poco cansado. No es nada. Ya voy a cerrar.

—¿Tan pronto? Yo creí que los paradores permanecían abiertos hasta altas horas de la noche, sobre todo los sábados.

—Aquí no hay mucho movimiento. Además, ya van a dar las diez.

Las diez. Casi cuatro horas. ¡Oh, Dios mío!

—Comprendo. Buenas noches.

—Buenas noches.

Se disponía a salir, y él podría abandonar el mostrador, apagar el neón y cerrar la oficina. Pero primero iba a tomar un trago, un gran trago, porque lo necesitaba. Ya no importaba que bebiera o no; todo había pasado. O quizá todo empezaba.

Había tomado ya varios tragos. El primero apenas regresó al parador, hacia las seis, y, luego, uno cada hora, pues, de lo contrario, no hubiera podido dominarse, ni contenerse, recordando lo que había quedado oculto bajo la alfombra del vestíbulo. Lo había dejado ahí, sin intentar mover nada; se limitó a coger los extremos de la alfombra y a cubrirlo con ellos. Había mucha sangre, pero no atravesaría la alfombra. Además, fue lo único que podía hacerse entonces, a la plena luz del día.
Ahora, naturalmente, tendría que regresar. Había dado órdenes estrictas a su madre para que no tocara nada, y sabía que le obedecería. Fue extraño cómo su madre volvió a derrumbarse, después de lo sucedido. Parecía como si sólo adquiriera nuevo valor para hacer casi cualquier cosa —¿no lo llamaban fase maníaca?—, pero luego se marchitaba, y era él quien había de tomar la iniciativa. Le dijo que volviera a su habitación y que no se acercara a la ventana, que se acostara, hasta que él llegara. Y luego había cerrado la puerta con llave.

Pero ahora tendría que abrirla.

Cerró la oficina y salió. Allí estaba el Buick de Mr. Arbogast, en el mismo lugar en que lo había dejado.

¿No sería maravilloso poder montar en aquel coche y alejarse de allí, e ir lejos, muy lejos, para no regresar jamás al parador, junto a su madre, para no volver a ver lo que se ocultaba bajo la alfombra del vestíbulo?

Por un momento la tentación se apoderó de él, pero luego se debilitó. Norman se encogió de hombros. Sabía que no marcharía, que nunca se encontraría bastante lejos para sentirse a salvo. Además, le esperaba aquello...

Miró a la carretera, en ambas direcciones, y luego al número 1 y al número 3, para ver si las persianas estaban cerradas. Luego montó en el coche de Mr. Arbogast y sacó las llaves que había encontrado en un bolsillo del investigador. Después condujo el coche muy despacio hacia la casa.

Todas las luces estaban apagadas. Su madre dormía en su habitación, o tal vez fingía hacerlo. Pero a Norman no le importaba, con tal de que no se interpusiera en su camino mientras se encargaba de aquello. No quería a su madre a su lado, para hacerle sentir que volvía de nuevo a la niñez. Tenía que hacer el trabajo de un hombre, de un hombre hecho y derecho. Porque se necesitaba un hombre hecho y derecho para enrollar la alfombra y levantar lo que ocultaba.

Lo bajó por las gradas de la casa, colocándolo en el asiento posterior del coche. Estuvo en lo cierto al suponer que la sangre no calaría. Aquellas alfombras viejas eran absorbentes. Cuando hubo cruzado el campo y llegó al pantano, condujo el coche por la orilla hasta un espacio abierto. No le parecía conveniente hundir el coche de Mr. Arbogast en el mismo lugar que el de la muchacha. Aquel punto era satisfactorio, y Norman empleó el mismo método. En realidad, resultó muy fácil. La práctica conduce a la perfección.

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⏰ Última actualización: Nov 04 ⏰

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PSICOSIS - ROBERT BLOCH.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora