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ROSE

Me mira con esos ojos que me matan y se muerde los labios, luego traga como si le costara hacerlo. Como si los clavos de Cristo se le estuvieran clavando en la garganta.

—Hay algo en mí que no te gusta, ¿cierto? —le pregunto otra vez a ver si ahora decide contestarme.

Niega y sonríe, pero lo hace sin ruido porque el otro sacerdote y su madre siguen ahí en el salón muy cerca de nosotros.

—Usted es bienvenido siempre Padre, fue quién salvó a mi hijo y eso ni mi marido ni yo lo olvidaremos jamás —la señora Jeon se le nota emocionada cuando habla.

Sin embargo el Padre Jeon no siente mucho entusiasmo con lo que dice. Pone los ojos en blanco y echa con aburrimiento el aire por la boca, creo que ha escuchado eso muchas veces y ya no le sorprende.

—Hice lo que mi deber me pedía. Pero algo no va bien. Me quiso hablar cuando estábamos en el altar. Fue muy poco porque no había tiempo de más, pero creo que está pasando por un problema grave. Le he dado la recomendación de que se vaya de retiro lejos por un tiempo para poner en orden sus ideas —sigue diciendo el sacerdote y se me congela el pecho.

Lo miro y está con el ceño fruncido y cabreado mientras los observa.

—¿Te vas por un tiempo? —le susurro decepcionada.

—Puede —me responde bajito y no dejo de mirarlo a los ojos cuando se ha girado y lo tengo de frente otra vez.

Los tiene tan negros como la noche y no quiero perderlos de vista por nada de este mundo.

Su madre y el sacerdote salvador de su alma -no me gusta ese hombre y punto- se mueven y se van hacia la puerta charlando.

—No deje que vuelva a ser lo que era Padre —su madre habla preocupada— todos estamos muy orgullosos de él y lo mejor que pudo hacer con su vida es haberse consagrado a Dios nuestro Señor, si no ahora estaría muerto o algo peor que no quiero pensar —suspira.

Están de espaldas a nosotros por fin. No nos verán si nos movemos hacia la cocina. Y él mismo también lo ha pensado. Entonces dice de pronto:

—A la mierda —suelta con enfado—. Tengo hambre sígueme.

Veo como gira de su posición muy rápido pero de puntillas para que no lo oigan. Un hombre con treinta años escondiéndose de su madre y del otro que ya le tengo tanta tirria como también le tiene Lana.

Entonces hago lo mismo y le sigo con sigilo.

Moriré de inhibición si no meto algo de comida en mi estómago en los próximos cinco minutos.

Entramos en la cocina.

—Atrapa lo que más te guste —me dice y lo veo cogiendo una botella de vino y dos copas de un mueble—. Mira en el frigorífico, estará parte de la comida de la fiesta que no sacaron al jardín.

Claro, la otra estará en la basura y empapada. Le cayó todo el aguacero encima.

Voy hasta donde me ha dicho y lo abro.

Hay un montón de comida, y mi apetito da palmas de alegría.

Hay bandejas con papel film cubriendo todo.

Una, la más grande, tiene embutido y es lo que me apetece. Las salsas me sentarían mal, y la carne se ve que está impregnada con alguna clase de menjunje que no me llena el ojo.

Me la llevo al pecho y cierro la puerta del refrigerador, después veo el pan en la mesa y me lo llevo con la mano libre.

—¿Tienes todo lo que quieres? —me pregunta desde donde está.

Castigo y Fé. JKDonde viven las historias. Descúbrelo ahora