Piloto

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El corazón se sacudía bravo dentro de mi caja torácica, insaciable. Jugaba con mis dedos mientras observaba con detenimiento las luces parpadeantes que se asomaban por el tragaluz de la vivienda Gorostidi. La puerta de entrada era de un tamaño particularmente vasto y de un tono petróleo difícil de desatender. De todas maneras, las características de la residencia no fueron algo que me causara sorpresa teniendo en cuenta su dueña: en Cata toda conducta solía carecer de armonía, sino más bien parecía obedecer a la rebeldía y la transgresión.

Sumida en una ansiedad desagradable, no noté cuando el pórtico se entreabrió y de allí se desprendió una figura más bien menuda, de hombros anchos y rizos quisquillosamente atendidos.

—Rosi—, dijo él, como si se le hubiera escapado un suspiro. 

—Hola, Nico.

Lo ceñí entre mis brazos y rocé las hebras de su pelo dócilmente con las puntas de mis dedos. Estaba más fornido que la última vez que lo tuve a mi lado, y ahora olía a hierbas medicinales. 

—No sabés lo mucho que me hiciste falta— dijo, sosteniéndome la mirada y queriéndo enregarme su mencionada desazón. —Vamos dentro, hay gente esperando por vos. 

Colocó su mano derecha en mi espalda y sentí que me impulsaba hacia delante. Mis pies parecían no tener intención de desplazarse y dudé en zarandearlos para que se desadormezcan. Martín obtuvo el tercer puesto y yo el segundo. Juliana logró ganar el reality, y, aunque nunca desconfié de su idoneidad en carácter de campeona, mentiría si dijera que no resulté desconcertada. Quizá (o probablemente) no fue el desenlace de la competencia lo que me inquietó sino la prescripción de la misma. Fue una cachetada de palma abierta por parte de la realidad, que en vez de causarme euforia me entumeció.  

Me entumeció hasta hoy, un día después de haberme lanzado de clavado a la piscina de la libertad, en la cual no sé muy bien cómo nadar.

El gentío me congratulaba e intentaba agasajarme entre miradas recelosas y piropos desmedidos. Los reencuentros con mis compañeros se mezclaron con los besos de mi parentela y sentía que vertiginosamente me agotaba. Y en esa coyuntura di con su figura, recostada sobre la pared grisácea, con un pantalón baggy que se apoyaba en sus caderas huesudas, una camiseta corta de cuello tortuga y su piel que aún a la distancia se notaba tersa y nívea. 

—Hola, Lu. 

Percibí un leve tartamudeo que se deslizaba por mi lengua y me sonrojé. Ella alzó la vista y me concedió una sonrisa ladina que se deslizó por la orilla de sus labios. No pasó desapercibido para mí el chequeo general que realizó sobre mi figura, ni el soplo que contuvo en la faringe y que disfrazó en un carraspeo. 

—Hola, Rosi. 

Sus labios se situaron en mi mejilla, en un beso sonoro y húmedo. Volvió a su posición y tomó un trago abundante de un vaso plástico que se sostenía en la esquina del sillón aledaño a nosotras. El acercamiento fue extrañamente arduo de sostener. Para dos personas con tan honda conexión, me sorprendió la barrera que ella situó entre nosotras. Luego de tantos meses sin siquiera escuchar el eco nuestros chillidos, alimentándonos meramente de recuerdos, soñaba con que aquella proximidad no se hubiera ajado.  Acaso los sueños deben mantenerse en su estado natural, simples sueños.

De repente, me sentí vulnerable y en desventaja. Yo fui quien no tuvo noticias de ella en todo este tiempo, no al revés; debería ser Lucía quien volviera nuestro reencuentro algo mimoso y lisonjero.

Después de minutos de silencio y pupilas dilatadas, habló:

—Hace mucho rato que no te veía de tan cerca...— levanté mi ceja, haciéndola caer en lo obvio de su comentario —Es decir, nunca te sentí lejos, aún cuando no teníamos forma de comunicarnos. Siempre sentí que había un hilo, aunque anudado y enredado, que nos unía, que nos simbiotizaba. Pero mirándote ahora caí en cuenta de lo que necesitaba de tu calor mezclándose con el mío.

Como por puro instinto, acerqué mi mano a la suya y la sobé de manera sosegada, casi como si pudiera quebrarla si le ejercía demasiada presión encima. La sentí estremecerse bajo mi piel y eso envió cosquillas sediciosas por mi médula espinal. Deseaba tocarla todavía más, fundirme en ella. Acariciar sus labios, su cuello, su abdomen, el inicio de su espalda... 

—Hola, mi amor. Pensé que nunca llegaría con el tránsito infernal de la 9 de Julio.— como si fuera ácido, Lucía se soltó de mí apenas esa voz envío sus primeras ondas mecánicas a nuestros tímpanos.

—Joe— fue lo único que atiné a formular antes de que invada mi cavidad bucal con la suya, de forma súbita y brusca. Su lengua rasposa y su barba angulosa por poco tajando mi barbilla.

Para cuando quise volver mi mirada a Lucía, ella ya no estaba.  


metanoia | lusinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora