Septiembre ya estaba despidiéndose, junto con el auge de las magnolias y el despertar de las alimañas hibernantes, introduciendo así una cercanía poco piadosa con el verano y su sol abrasador. Fabiana, mi madre, exprimía naranjas con el ceño encogido y los labios plisados, a merced del ensimismamiento. A su lado, en la mesada de granito gris perla, había unas rebanadas de pan tostado impregnado en leche y huevo y ornamentado con miel, canela molida, arándanos, frambuesas, moras y finas capas de frutilla macerada. El contexto aparentaba un viaje en el tiempo, como si tuviera un pequeño filtro vívido cálido encima, como si mi madre volviera a sus treinta y tantos y como si aún yo estuviera exenta de gravámenes. Cuando atavió la mesa de hierro con un pulcro mantel de algodón y me acarició las puntas del cabello, entonces anhelé poder contarle sobre la cantidad de plastilina que manoseé en el jardín en vez de elucidarle mi urgencia de acudir a un profesional psiquiátrico.
De todas maneras, era momento de que aceptase que aunque Fabiana siguiera agasajándome como toda madre agasaja a sus hijos, yo ya no era una niña. Y ciertamente era momento de que ella lo aceptase también.
Su fascinación para con mi vínculo con Joel me parecía entre inconveniente y dudosamente comprometedor. La realidad, que quizá ella nunca quiso interpretar, es que durante los dos meses que él se aposentó en la Casa luego del repechaje cumplió el rol de centinela de mi bienestar. Sin Lucía, sin Zoe, sin Nicolás, con un menester insoportable por salir, una ansiedad que iba en incremento y un sentimiento de sopor incesante, él hacía de mi estancia allí algo más ameno. En algún punto sus sentimientos se interpusieron en aquella relación nadador-guardavidas, y, honestamente, no tuve la capacidad de hacerle saber la no reciprocidad, porque eso hubiera implicado la pérdida completa de mi misma ahí dentro. Entonces me resultó más asequible para ambos simplemente devolverle algún que otro beso y alguna que otra siesta compartida. Aún así, no puedo negar que lo quiero, pero el amor romántico no es algo que pueda escoger o seleccionar, sino que domina cuando sucede y no me sucedió con él.
¿Fue algo egoísta de mi parte? Probablemente. Pero dar un veredicto sobre lo que hice en la Casa, aislada, dará únicamente resultados injustos y parciales.
—Chiquita, te vi en la tele el otro día, con la señora esta rubia... No recuerdo el nombre... El programa que pasan por Telefe a la mañana...
—¿A La Barbarossa?
—¡Claro! Ella era, Georgina Barbarossa. Estabas hermosa... Y lo que el chico dijo de vos me encantó.— se refería a Joel, que estaba empecinado en seguirme a cada sitio al que iba, en especial a los programas de televisión que me agendaba Andrea, mi manager. —Se ve muy enamorado, hacía mucho que no sentabas cabeza. ¿Lo traerás a casa algún día?
—Algún día, mamá, quizás.
Contuve una respiración y me puse un mechón de pelo detrás de la oreja. Estrujé el lóbulo hasta que quedó color escarlata. No era momento de contradecirla.
Ella mordió un pedazo de tostada francesa y sorbió un poco de matecocido. Una sonrisa le adornaba no sólo la boca sino también la mirada; a pesar de mis propias pretensiones, ella ya tenía otras sobre mí, entre ellas el capricho de ser abuela y de esta manera se sentía cada vez más cerca de su meta.
—Mamá, estoy planteándome tomar una cita con una psiquiatra, además de los turnos que tengo con mi psicóloga. De hecho, fue una sugerencia de ella, para lograr digerir mejor los cambios que vengo atravesando y adaptarme a todas estas nuevas experiencias... La presión mediática es especialmente laboriosa ahora.
Fabiana tomó una inhalación y se pellizcó impaciente la piel blanduzca del antebrazo, como hacía cada vez que se ofuscaba o intranquilizaba. A los segundos extendió sus dedos y me acarició el cuello, poniéndose de pie y extendiendo su cuerpo hacia mí para besar mi frente.
—Está bien, mi chiquita. Todo está bien.
Mi celular vibró sobre la mesa e hizo inquietar el té que tenía en mi tazón. Era Zoe invitándome a almorzar mañana. Mi madre vio el WhatsApp por encima de mi cabeza y me obligó a levantar la vista. Volvió a besar mi cara, está vez mi mejilla, de una forma mucho más sonora y ridícula, antes de mencionar:
—Andá, lo necesitás.
Y aunque no hiciera falta que me insistiera, se sintió bien que respaldara mi amistad con Zoe y que estuviera convencida de lo mucho que ésta me beneficiaba, porque era real.
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metanoia | lusina
RomanceEl tiempo dentro de la Casa ha culminado y la victoria le deja a Rosina un sabor más bien amargo. Ahora, con un público demandante, contratos ímprobos, algunos amores confusos y otros escapistas, debe volver a acostumbrarse al afuera, que al final e...