𝐂. 𝟏: 𝙱𝙰𝙽𝙳𝙰 𝚅𝙰𝙽 𝙳𝙴𝚁 𝙻𝙸𝙽𝙳𝙴

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     Los campos de arroz se extendían más allá de la visión de Mizu cuando era niña; cómo si estos fueran el propio mar. Muchos aldeanos decían que la propia Mizu había comenzado a trabajar en dichos campos antes de que incluso pudiera caminar correctamente; puesto que su madre, una humilde mujer, se ponía a una bebé Mizu en sus espaldas y la llevaba consigo a trabajar en los campos.

Pronto, Mizu comenzó a crecer y ya no hacía falta que su madre la cargara en sus espaldas. La ahora niña llevaba puesto un sombrero de bambú demasiado grande para su cabeza, y se manchaba hasta las rodillas de barro; mientras seguía a su madre en el trabajo y la ayudaba en sus quehaceres siempre con una sonrisa en su infantil e inocente rostro.

Hasta que un día, cuando la niña se convirtió en adolescente, Mizu fue a trabajar sola porque su madre había comenzado a enfermar. Aquel sombrero de bambú ya no le quedaba grande, y era tan hábil cómo para evitar mancharse las rodillas de barro al trabajar de manera tan ardua; ganándose halagos por parte de los ancianos que la acompañaban en aquellos infinitos campos de arroz.

—Señorita, los huesos de su madre son tan frágiles como el cristal; por eso sufre de tantos dolores agonizantes. Vaya al templo más cercano, y ore para traerle algo de paz a la pobre mujer.

Las palabras que aquel doctor le había dicho se habían grabado a fuego en su memoria, y mientras seguía trabajando, Mizu no podía de parar de pensar en ellas. ¿Cómo es que su madre no podía moverse de la cama? ¿Por qué le dolía tanto los huesos? ¿Por qué tan delicada como la pluma de una grulla?

Y aunque Mizu orase y orase, su madre no mejoraba. El tan solo caminar le provocaba unos dolores inimaginables. La bella mujer que fue algún día se vio demacrada en huesos y piel pálida, necesitada por la luz de un sol que no podía alcanzar.

El día para el que Mizu se había estado preparando llegó más rápido de lo esperado. De la noche a la mañana se quedó sola en el mundo; sin ningún tipo de familiar al cuál poder acudir en busca de respaldo o consuelo por la muerte de su madre. Su padre, que en algún momento fue un fiero y sanguinario samurái, había perecido cuando Mizu era aún un bebé en una de las tantas guerras que el país nipón estaba sufriendo por la época.

Los campos de arroz quedaron atrás en su memoria, al igual que el rostro de su madre; el cual se fue difuminando con el paso de los años. Sólo le quedó en su persona la imperiosa necesidad de huir; de salir de aquel país dónde no tenía nada.

Así que, aprovechando que el nuevo emperador había puesto fin al sistema feudal y abierto las fronteras, Mizu se coló en un ferri cualquiera con destino a América sin ni siquiera pasear una última vez por los campos de arroz dónde ella había crecido; a las orillas del hermoso río Tenryū...

𝗙𝗟𝗢𝗥 𝗗𝗘 𝗟𝗢𝗧𝗢,     arthur morganDonde viven las historias. Descúbrelo ahora