Capitulo 1

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A la sombra de una tienda desierta, frente a la taberna Sangre y Pociones, me acomodé los pantalones de cuero tratando de pasar inadvertida.
Esto es patético, pensé, mientras le echaba una mirada a la calle mojada y vacía. Soy demasiado buena como para esto.

Normalmente mi trabajo consistía en apresar brujas sin licencia y brujas negras, se necesita una bruja para atrapar a otra.

Pero esta semana las calles estaban más calladas que de costumbre. Los que podían estaban en la costa oeste, en la reunión anual, pero yo estaba aquí con este caso de pacotilla.

¡Una carga! La suerte de estar aquí en la oscuridad bajo la lluvia

se la debo al Giro.

-¿A quién estoy engañando?- murmuré, acomodándome la correa del bolso sobre el hombro. Hace un mes que no me mandaban a atrapar brujas sin patente, brujas blancas, brujas negras, nada. Tal vez no fue buena idea atrapar al hijo del alcalde por andar de hombre lobo en una noche sin luna llena.

Un auto elegante dobló la esquina. Era negro, iluminado por la luz de mercurio de la calle. Esta era la tercera vez que pasaba por la cuadra. Fruncí el ceño cuando se aproximó lentamente.
-¡Maldición!,- dije. -Necesito un sitio más oscuro.
-Él piensa que eres una prostituta, Raquel, - me dijo mi asistente al oído. -Te dije que ese corpiño rojo era demasiado llamativo.

-¿Alguna vez te han dicho que hueles a murciélago borracho, Jenks?,- gruñí entre dientes, mis labios apenas moviéndose.
Mi asistente estaba incómodamente cercano esta noche aferrándose a mi arete-una cosa grande, colgante- el arete, no el duende. Jenks era pretencioso, con mala actitud e igual
temperamento.
Claro, eso sí, sabía en qué jardín estaba el néctar. Lo mejor que me daban de asistentes eran duendes, desde aquél incidente que tuve con un sapo. Habría jurado que las hadas eran demasiado grandes para caber en la boca de un animal de esos.

Me acerqué a la esquina mientras el auto se detenía chapoteando en el asfalto mojado. Escuché el típico sonido de la ventanilla automática cuando se bajó el vidrio oscuro. Me
incliné acompañada de mi mejor sonrisa al tiempo que mostraba mi identificación de trabajo. Ahí desapareció la mirada lasciva del mirón y su cara se puso pálida. El auto arrancó de una vez con un chirrido de llantas.
-Debe ser un dominguero, - pensé con desdén, pero No, corregí de inme-diato. Parecía normal. Era humano. A pesar de ser correctos, términos como dominguero, empleado, blandengue, desquiciado y-mi favorito, marrano-no eran bien vistos; pero si el tipo andaba buscando prostitutas en los andenes de Los Hollows, podríamos llamarlo muerto.

El auto ni siquiera paró en el semáforo rojo. Yo me di vuelta
al oír los maullidos de las prostitutas que desplacé al atardecer.

Con su pose descarada del otro lado de la esquina, no parecían muy contentas conmigo. Hice un gesto para saludarlas, pero la más alta me maldijo antes de mostrarme su pequeño trasero. La prostituta y su -amigo- fornido hablaban fuerte, ocultando el cigarrillo que compartían. Eso sí, no olía a tabaco corriente. Ese no es mi problema esta noche, pensé, y me metí de nuevo entre las sombras.

Me recosté contra la piedra fría del edificio con los ojos puestos en las luces rojas del auto que frenaba y alcé las cejas al verme a mí misma. Soy una mujer alta, aproximadamente de
un metro setenta, pero no tengo tanta pierna como la ramera que estaba en el pozo de luz cercano. Tampoco estaba tan maquillada como ella. Mis caderas angostas y mi busto casi plano no contribuyen mucho para hacerme material de calle.

Antes de buscar en las tiendas para duendes, estuve mirando en la sección -tu primer sostén.-
Es imposible encontrar algo sin corazones y unicornios estampados.

Mis ancestros emigraron a este país querido, Estados Unidos, en el siglo diecinueve. No sé cómo, pero de generación en generación las mujeres se las arreglaron para conservar los
típicos cabellos rojos y los ojos verdes de nuestra tierra irlandesa. Eso sí, mis pecas están ocultas gracias a un hechizo que papá me regaló el día que cumplí trece años. Metió el diminuto amuleto en un anillo de meñique. Nunca salgo de casa sin él. Suspiré y me reacomodé el bolso sobre el hombro. Los pantalones de cuero, las botas rojas y el corpiño de tiras delgadas no eran tan diferentes de la indumentaria que usaba los viernes para martirizar a mi jefe; pero salir así a la calle por la noche... -Mierda, - le dije a Jenks, -parezco una ramera.

Un gruñido fue su única respuesta. Me esforcé por no reaccionar mientras regresaba a la taberna. Llovía demasiado y aun faltaba tiempo para que hubiera más gente, pues aparte de mi asistente y aquellas -damas, - la calle estaba desierta.

Había estado ahí parada casi una hora y no veía señales de mi objetivo. Lo mejor sería entrar y esperar. Además, adentro no daría la sensación de ser una callejera.
Respiré hondo y me decidí a entrar. Me solté el moño de cabellos rizados hasta los hombros. Unos instantes para ordenarlos artísticamente sobre la cara, tirar la goma de mascar
y listo. El taconeo de mis botas produjo un elegante contrapunto con las esposas que colgaban de mi cintura mientras cruzaba la calle mojada en dirección de la taberna. Las argollas de acero parecían un accesorio de utilería barata, pero
eran reales y destinadas a buen uso. Sonreí. Con razón se detuvo el mirón. Sí. Son para trabajar; pero no exactamente para lo que estás pensando.

Me mandaron a Los Hollows en medio de la lluvia para atrapar a un hada por evadir impuestos. ¿Cuánto más bajo puedo llegar?, pensé. Tal vez fue por atrapar a ese perro la semana pasada. ¿Cómo podía saber que era un hombre lobo? Correspondía a la descripción que me habían dado.

Una vez que entré al pequeño vestíbulo y me sacudí el agua, le eché un vistazo a las típicas porquerías de las tabernas irlandesas: gaita colgadas de las paredes, letrero verdes de cerveza, sillas de vinilo negro y un escenario diminuto donde una futura estrella organizaba sus instrumentos y gaitas en medio de montañas de amplificadores. Había un tufillo a azufre de contrabando que despertó mis instinto depredadores.
Olía a viejo de tres días, pero no lo suficientemente fuerte para poder
seguir su rastro. Si tan solo lograra clavar al que lo abastecía, tal vez podría borrarme de la lista negra de mi jefe. Tal vez me daría una misión digna de mi talento.

-Oye, - gruñó una voz. - ¿Estás reemplazando a Toby?

Olvidé el azufre, abrí bien los ojos y me di vuelta, hallándome a boca de jarro ante una camiseta verde brillante.
Mis ojos recorrieron a un hombre tan grande como un oso. Un gorila. El
nombre en la camiseta decía CLIFF. ¡Vaya!

-¿Quién?- murmuré, mientras secaba las gotas de agua en mi escote con la manga de su camisa. No se alteró.
Fue deprimente.

-Toby, una ramera estatal. ¿Volverá otra vez?

Escuché una vocecilla que provenía de mi arete, casi cantando.

-Te lo dije.

Sonreí a medias.

-No lo sé, - repuse entre dientes. -No soy una ramera.

Gruñó de nuevo observando mi atuendo. Busqué en mi bolso y le di mi identificación de trabajo. Cualquiera que estuviera mirándonos pensaría que estaba cerciorándose de mi edad. Con tantos hechizos para ocultar la edad, era obligatorio hacerlo, como también lo era el amuleto para rechazar hechizos que llevaba él alrededor del cuello. Resplandecía de un rojo pálido reaccionando a mi anillo del dedo meñique. Claro que eso no era suficiente razón para investigarme del todo. Todos los hechizos que llevaba en mi bolso estaban sin invocar, pero no porque no los necesitara esta noche.

-Seguridad Entremundos, - proseguí, mientras le entregaba mi identificación.
-Estoy de ronda buscando a alguien.
No vengo a acosar a sus clientes. Por eso llevo este... eh... Disfraz.

La Noche De La Bruja MuertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora