Prólogo

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Desperté a oscuras, tirada sobre un colchón que olía a humedad. Tenía todos los sentidos nublados. No veía nada. Mis manos atadas a la espalda, tumbada como si me hubieran tirado. En la boca tenía metido un pañuelo, con un sabor tan desagradable que me daban arcadas. El mismo olor que desprendía yo.

Todavía podía notar el sabor a sangre por el fuerte golpe en la cara. Las muñecas las tenía dormidas, tan fuertemente apretadas, que no las sentía. Al intentar moverlas, sentí un agudo dolor que me aseguraba unas graves heridas por el forcejeo previo. Aún así, intenté sentarme.

Al conseguirlo, la cabeza empezó a darme vueltas, de forma vertiginosa y comencé a ver pequeñas luces que desenfocaban más mi visión. Cuando la sangre encauzó su regular camino en mi organismo, dejó de martillearme la cabeza y pude fijar mejor la vista. Era una pequeña habitación. Las paredes deterioradas se estaban cayendo. Había zonas donde se veía lo que fue, una vez, pared blanca; y en otras sólo había ladrillos. Una ventana sellada con tablas se situaba al fondo. Entre tabla y tabla, entraban pequeños haces de luz, aunque por su poca intensidad, parecía ser de noche.

El colchón en el que me situaba, estaba podrido y negro: y mi ropa manchada de sangre por todos lados. Me faltaba una bota, la camisa rasgada me dejaba un pecho al descubierto; y los pantalones rotos por el intento de ser forzada. Lágrimas silenciosas bañaron mi rostro. Seguí observando, buscando un lugar por el que huir.

Una puerta de hierro, a mi lado, era lo más nuevo en el pequeño habitáculo. De repente, me asusté. Empecé a oír pisadas acercarse. No escuchaba con claridad hasta que no estuvo pegado totalmente a la puerta.

-Mátala. Tienes vía libre para hacerle lo que quieras antes.

Continuaron unas risas, seguidas por unas llaves. Sentí el clic de la puerta, al abrir el pestillo, y entró una intensa luz que me cegó unos instantes.

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