NADA

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Empecé a notar el olor en mayo, en esos días en los que la primavera se pone graciosa y sube el termómetro hasta los 30ºC, pero no le di mucha importancia. Tampoco mis compañeras parecían notarlo y bueno, no sé, igual soy un poco paranoica con el tema de los malos olores, tengo que reconocerlo.

De todas formas... tampoco es tan extraño que un aseo viejo huela mal, ¿no? El edificio tenía sus años, en una de las zonas más antiguas de la ciudad, y por mucho que el local comercial que ocupaba su parte baja diera el aspecto de una tienda súper moderna, las que trabajábamos allí sabíamos que mucho mobiliario de diseño y muchos leds ultra modernos en la tienda y tal... pero el almacén no se habían molestado nada en acondicionarlo. 

Las paredes estaban desconchadas y  apenas sujetaban las estanterías metálicas. El techo se caía de goteras viejas remendadas.

Al fondo del todo había tres cuartitos: uno a la derecha, donde guardábamos el material y nos cambiábamos de ropa, un pequeño aseo con retrete en el centro, que usábamos para el día a día y una tercera puerta a la izquierda, siempre cerrada.

Detrás de esa puerta había otro aseo, que daba bastante repelús. En realidad yo sólo lo había visto una vez, al poco de empezar a trabajar allí, pero si ya entonces daba asco ¡no quería imaginarme cómo estaba ahora!

El caso es que olía cada vez peor. No a cañería, ni a cerrado, esos olores no habían traspasado la puerta hasta entonces. Olía a podredumbre, un olor intenso, que se te metía en la nariz y en el cerebro, que recordabas durante horas, hacía que se te quitase el hambre y se te encogiese el estómago. A ver si me explico, no era el olor nauseabundo de cuando hay un animalillo muerto por el monte, era como si cien mofetas en celo hubiesen muerto y hubiésemos concentrado su esencia en un frasquito. Era algo vivo, pero que olía a muerto.

Se lo comenté un par de veces a mis compañeras, pero le quitaron importancia, estaban más ocupadas en otras cosas y no tenían ningún interés en mi hediondo aseo cerrado.

También es que soy cobarde, qué queréis que os diga, pero yo sola, por mucho que me molestase el olor, no iba a ir más allá. Tampoco era mi problema y a mi jefa parecía no molestarle, así que no era cuestión de darle el follón con el tema. Me costó más de un mes armarme de valor, y tampoco creo que fuese valor realmente... creo que me pudo la curiosidad.

Como nadie me hacía caso, y por no quedar en ridículo, escogí un momento en el que estaba sola en el almacén. Se suponía que tenía que inventariar unas cosas mientras mi compañera atendía en la tienda, así que estaría un rato sola. Total, si sólo iba a asomarme un poquito al aseo, a ver si veía algo raro...


Voy a intentar contároslo de la forma mas simple posible, para que parezca menos locura, aunque no sé si algo tan extraño puede contarse de manera simple. Lo primero que sentí al tocar el pomo de la puerta fue calor. Sí, estábamos casi en julio ya, pleno verano en la gran ciudad, pero el almacén no era especialmente caluroso. La manecilla metálica, de color bronce y llena de suciedad, estaba caliente. Un calor de cosas vivas, algo que nunca esperas encontrar en un objeto metálico, era como si alguien lo acabase de sostener con unas manos sudorosas.

Retiré la mano de la impresión, pero estaba decidida a abrir la puerta, así que desterré el tema de la manecilla caliente a una parte escondida de mi mente y me convencí a mí misma de que era normal (joder, ¿cómo pude pensar eso?). Volví a cogerla bien fuerte, la giré del todo, sin encontrar ninguna resistencia y empujé la puerta. No hizo ruido, allí se quedó, abierta totalmente, aunque me pareció raro que no sonase un golpe al hacer tope con la pared de detrás (otro detalle para el saco de cosas a olvidar).

Detrás de la puerta no había nada. Sé que es difícil entenderme, pero necesito que hagáis un acto de fe y de imaginación. No había nada. O mejor dicho, había NADA. Siempre he imaginado el infinito, la nada, como simple oscuridad que no sabes dónde acaba, algo que el ojo humano no va a llegar a distinguir jamás, pero que podríamos identificar como eso, como simple oscuridad. Pero no, mis incrédulos amigos, la nada es NADA. No es oscuridad, no es luz ni ausencia de ella. No es que se haya fundido la bombilla. Absorbe la luz que encuentra sin que esa luz la penetre. No emite frío, ni calor; no emite sonidos. Es como una barrera, pero una barrera que lo absorbe todo y lo hace desaparecer. Mi NADA solo emitía una cosa: olor. Olor de pánico, de muerte, de total locura y de que todo importa una mierda y todo es importante a la vez. Olor de que no somos nada, de que nada existe.

La poca cordura que me quedaba hizo que buscase el interruptor de la luz involuntariamente, adelantando mi mano donde sabía que éste debía estar: justo al lado de la puerta abierta de par en par, pero por el lado interior del aseo. 

En el mismo momento en que mi mano traspasó el dintel de la puerta y se adentró en la nada, yo fui nada, y la puerta se cerró detrás de mí. Estaba dentro de la nada, estaba en ningún sitio. No sentí que caía, pero tampoco sentía un suelo bajo mis pies. Sentía al mismo tiempo que estiraban de cada poro de mi piel, y que algo intentaba comprimirme desde todas partes. Sentía calor que salía de mí y desaparecía, sentía dolor que no sabía de dónde venía, y sentía que mi cerebro ya no era mi cerebro y que no podía hilar dos pensamientos seguidos. Sólo sentía. Y el olor...creo que el olor venía de mí. El olor era yo. Sólo podía gritar, gritar como una histérica, hasta desgarrarme la garganta, gritar hasta que dejó de parecer un grito humano y se convirtió en un grito de pura locura.


No sé muy bien si llegué a perder la conciencia de mí misma en algún momento, o si de alguna manera conseguí refugiarme en algún sitio dentro de mi cabeza, simplemente mi cordura se retiró a algún lugar escondido de mi mente. Sé que estoy aquí, dentro de una copia de mí que chilla. La oigo gritar todavía, aunque creo que debe haberse roto las cuerdas vocales hace tiempo, porque no suena muy bien. Sé que siente dolor, sé que siente miedo, sé que ya no parece muy humana. Alguna vez, no hace mucho (o sí, no sé, vivo dentro de la NADA, el tiempo no es que importe), distinguí en la distancia los bordes luminosos de un rectángulo de luz que creo que debe ser la puerta cerrada que da a la existencia real. No creo que mi gritona exterior la haya visto, así que tendré que resignarme a permanecer aquí.

No importa mucho, de todas formas; no pasa nada.



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