Agridulce

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Matías tenía mañas y caprichos que lo habían convertido en un joven difícil de tratar para la mayoría de las personas que había conocido.

Nació en una cuna de oro y jamás se le negó nada. Era el consentido de sus padres que lo habían sobreprotegido y amado desde el primer segundo que lo tuvieron entre sus brazos. Le costó demasiado hacer amigos y no perderlos, pero sorprendentemente Blas había llegado a su vida y no había vuelto a dejar su lado. Los amigos de Blas lo odiaban a muerte y solían dirigirle las miradas más feas siempre que lo veían. Sin embargo, nunca estuvo entre las ideas de Matías que quizás la gente se alejaba o no lo quería por algo que él haya hecho.

La primera vez que Matías lloró en los brazos de su madre porque una compañera del colegio había sido mala con él, ella le dijo que tenían envidia de sus cosas. Eso se grabó a fuego en su inconsciente.

Siempre había priorizado lo material y, cuando su mamá -quien le había enseñado todo lo que sabía sobre las calorías en una porción de torta y reconocer productos que eran imitaciones de marcas caras con una simple mirada- se había separado de su papá, se quedó sin nada.

No fue un golpe, su papá no lo sacó del testamento, le cortó los víveres o algo doloroso como eso. Fue un proceso lento en el que su familia feliz se quebró y sus padres empezaron a cambiar, su papá desechó su colección de corbatas y su mamá ya no era feliz admirando sus zapatos.

Matías se quedó con su papá, porque su madre fue a su casa a las afueras de la ciudad y quedaba lejos de todo. Recién estaba comenzando a adaptarse a esa nueva realidad cuando su vida dio otra sacudida.

Su padre quería convivir con su nueva pareja, hermosa mujer que había logrado envolverlo alrededor de su dedo meñique. La mujer también había tenido pareja antes y arrastraba consigo un hijo, un chico perfecto al que no podía parar de llenar de halagos.

Y de la nada, Matías no trabajaba y vivía con su padre mientras que el hijo de la hermosa señora era autosuficiente. Matías recuerda como ardieron sus ojos cuando su papá sugirió que ya podía irse a vivir solo y como detestó la sugerencia de que quizás podía mudarse con su futuro hermanastro.

Quemó hasta que conoció a Fran, rasgos amables y voz armoniosa. Su nuevo hermanastro no era un ser despreciable, solo un estudiante promedio que necesitó espacio de su mamá helicóptero para poder hacer su vida.

Fran tenía ojeras, su pelo estaba descuidado y no compraba productos de las marcas principales para su departamento, pero no dejaba de ser tan hermoso como su madre.

Matías lo quiso y lo odió a partes iguales.

Sin demoras, se terminó pactando que empezaban a convivir, que su padre pagaría la mitad del alquiler por él y que sería bueno que se consiguiera un trabajo.

Matías ignoró eso y siguió concentrado en sus estudios hasta que su mesada disminuyó y apretó como una soga alrededor de su cuello.

—Papá dice que no va a transferirme más por este mes.—comenta casi indignado mientras bebe su café y mira a Fran con ojos desorbitados.

—Ay, bueno vas a tener que esperar. ¿Qué te querías comprar?—su hermanastro-nuevo amigo-némesis pregunta con una sonrisa, deteniendo sus movimientos para armar su mochila.

—Comida, para empezar.

—Pero hicimos las compras a principios de mes.—Matías se muerde la lengua para no decirle al otro que estaba loco si pretendía que coma sus productos enlatados y congelados.

—No puedo vivir así, tengo que comprarme cosas para la facultad y... ¿Mis salidas con mis amigos?

—Ay Mati.—Francisco se ríe de sus palabras de una forma en que le hace acordar a Blas.—Ya tenés veintidos años, es normal que tus viejos no te den plata para que salgas con tus amigos, ¿Por qué no te conseguís un trabajo?

El menor no fue lo suficiente rápido para contener su mueca de asco cuando Romero se refirió a sus padres como sus viejos.—¿Y dejo de estudiar?

—No, estudiás y trabajás.

—Pero nunca hice nada.

—No te preocupes por eso, tengo en algún lugar el número del primer lugar donde trabajé después de irme de casa. Escuché que andan buscando personal de nuevo.

El pánico brilló en los ojos de Matías y la pesadez lo acompañó todo el día, esperando que el otro olvide su conversación por completo. Su suerte no fue tal y el chico le comentó unos días después que le había conseguido una entrevista.

Así fue como terminó entrando en una pastelería por primera vez en su vida, recuerdos de como esa torta con crema que tanto le gustaba le iba a hacer mal llenaron su mente mientras sus ojos se fijaban en una torta de selva negra. Vagamente recuerda el divague de aditivos, conservantes, calorías y demás con el que su madre solía juzgar ciertos alimentos.

—¿Puedo ayudarte en algo?—pregunta una voz a sus espaldas y casi salta en su lugar, girando para encontrarse con un hombre de ojos oscuros. El hombre le sonríe de forma educada y la presión en sus hombros crece.

—Vine por una entrevista de trabajo.

El mayor cambia su expresión en segundos y aprieta sus labios en una graciosa mueca, a Matías lo recorre un ligero escalofrío. Tenía un mal presentimiento.

—Sos el conocido de Fran.

Las palabras lo confunden pero no aclara nada, él mismo se encontró en la situación de explicar quien era Francisco a sus amigos y no le había gustado nada.

—Soy Matías.—dice apenado acercándose al otro, que aún lo observaba serio detrás del mostrador.

—Yo soy Enzo, uno de los dueños de la pastelería, vas a trabajar conmigo pero yo no te voy a hacer la entrevista.—dice el hombre mirándolo a los ojos por unos segundos para después inspeccionarlo completamente.—Pará, voy a buscar a Kuku.

Matías se queda rígido preguntándose qué es un kuku y apartando su mirada de los postres que le llamaban la atención. Su nariz se arruga mientras espera por lo que parece una eternidad, el aroma dulce en el aire pellizca su olfato y sabe que no le gusta.

Está analizando irse cuando recuerda que no pagó su tarjeta de crédito. Bueno, tal vez esa sería su vida ahora.

Está mirando con asco una tarta de coco cuando aparece un hombre alto y delgado de sonrisa amable. Está bien vestido y Matías casi suspira enamorado.

—Hola, soy Esteban. ¿Enzo no recordaba tu nombre?—se presenta y le habla luciendo confundido, probablemente esperando que su nombre sea extraño.

El joven expresa en su cara su molestia antes de decir con un tono falsamente dulce.—Un gusto Esteban, soy Matías.

—Yo te voy a hacer la entrevista porque Enzo no tiene el don de la palabra, ¿Estás bien con eso? ¿Podés acompañarme?

Matías asiente con entusiasmo y, en el camino a la trastienda, vuelve a cruzar miradas con el hombre de expresión seria.

Supone que va a tener que acostumbrarse a las cosas dulces y miradas agrias si quiere seguir con el estilo de vida que llevaba.

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⏰ Última actualización: May 15 ⏰

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