Prólogo

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El Monte Olimpo resplandecía con un regocijo inmemorial. Las cumbres etéreas, antaño reservadas para la contemplación divina, se encontraban este día engalanadas con guirnaldas de laurel y frescas rosas. Un júbilo poco habitual reinaba en los palacios de mármol nacarado, donde las risas de los olímpicos resonaban con ecos que atravesaban los milenios.

Pues hoy era un día de celebración como pocos se habían visto antes en el reino de los dioses. Las reverberantes trompetas de Hermes dieron la bienvenida a todos los rincones del sagrado Monte a la llegada de la pequeña e inmaculada criatura. Un hijo había sido engendrado por la mística unión del poderoso herrero Hefesto y la sublime Afrodita, diosa del amor y la belleza.

En el vasto salón donde los olímpicos se reunían para discutir el destino de los mortales, los divinos cortesanos se encontraban congregados. Desde el imponente Zeus con su barba de torres de humo, hasta la jovial Deméter con su cetro de espigas doradas. Ninguno quería perderse este acontecimiento trascendental.

Hefesto avanzó con pasos resonantes, su cuerpo robusto forjado en las fraguas del mundo mortal, donde había transcurrido largos periodos lejos del Olimpo. A su lado caminaba Afrodita, destellando una belleza que eclipsaba los rayos del mismo sol naciente. En una manta de seda rúbrica, la diosa del amor acunaba a su recién nacido, sus ojos reflejando un amor que sólo una madre puede conocer.

"¡Salud, hermanos y hermanas olímpicos!" Exclamó Hefesto con su voz que semejaba el chocar de aceros. "Os presento a mi heredero, fruto del amor imperecedero que guardo por mi amada Afrodita. ¡Que reciba vuestras bendiciones en este día!"

De inmediato estalló un fervor de vítores y aplausos entre los presentes. Hera fue la primera en acercarse para apreciar la pequeña criatura, sus ojos reluciendo con una mezcla de calidez y preocupación maternal.

"Es una visión que enciende nuevas esperanzas en estos olímpicos salones," suspiró la reina de los dioses con una sonrisa conciliadora. "Permítanme ser la primera en darle mi bendición."

Hera se inclinó entonces y depositó un delicado beso en la frente del pequeño niño divino, cuyo nombre aún no había sido revelado.

Uno por uno, los olímpicos se adelantaron para admirar y rendir pleitesía al recién nacido. Artemisa, la virgen cazadora, acarició sus diminutas mejillas con una expresión de honda ternura. Ares, por su parte, resopló con cínica incredulidad masticando una cereza.

"Bah, otro pequeño y llorón bocabajeña que nos traerá sólo problemas. Ni los hijos de mi hermano han podido hacer nada memorable," se burló con desdén.

A lo que Hefesto replicó con los puños ardiendo:

"¡Mi heredero será forjado con la fuerza del acero valoriano y templado en las fraguas del Etna! ¡Guardas silencio, Ares, o te mostraré el verdadero poder de un hijo mío!"

"¡Basta ya, ustedes dos!" Intervino Atenea colocándose entre ambos guerreros. "Éste es un día de celebración, no más rencillas ni tácitas rivalidades. Hermanastro, permíteme ofrecer mi protección a tu heredero. Con mi sabiduría, guiaré sus pasos y lo llenaré de la inteligencia de los más avezados estrategas."

Atenea se adelantó entonces, y con sumo respeto, hizo desenrollar uno de sus apartados rollos de filosofía y tocó la frente del pequeño con su punta. Fue un gesto sincero para conferir su gracia intelectual al hijo de Hefesto.

Los demás olímpicos fueron acercándose uno por uno con ofrendas y dádivas tan diversas como sus propios caracteres. Dionisio se tambaleó, ya ebrio a esas horas, vertiendo algunas gotas de su ambrosía sobre la cuna del pequeño. Deméter esparció algunos granos de la mejor cosecha sobre él, mientras que Hades simplemente esbozó una torcida sonrisa, sin pronunciar palabra alguna.

La Profecía del Herrero DivinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora