Parte 9 EL FUNERAL

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El Juez terminaba de vestir según el ritual y como ella habría querido, a su difunta madre. Ahora la miraba y le parecía menos anciana, su piel se había estirado algo de repente. «Sin duda tu alma se esfumó de tu cuerpo porque pareces muy buena persona» —Mamá— susurró contemplándola. Trasladar el cuerpo desde la vivienda contigua hasta su casa, cambiarla allí, desnudar y vestir el cuerpo no había sido nada fácil. En uno de sus primeros juicios y ahora lo recordaba, falló contra una empleada de funeraria que dejó al aire y durante un tiempo "poco prudente" así constaba en el fallo, algunas partes del cuerpo de un fallecido. La familia denunció a la empleada, que por culpa de su sentencia dejó el empleo y nunca más supo de ella. Ahora entendía lo difícil que era vestir un cuerpo inerte. Si tuviera que tomar esa decisión nuevamente no sería la misma, sin duda.

Allí estaba delante de su madre. El viento fuera parecía presentar sus respetos dando una pausa al bosque y a la propia casa. Lo cortés es avisar a los vecinos por si desean despedirse, las gotas de lluvia volvían tímidas, tenia poco tiempo si quería comunicarlo porque toda aquella pausa terminaría en una locura de temporal y después, otro tifón. Terminó orgulloso el ritual. Sin duda estaría orgullosa, aunque fuese una vez en su vida. Probablemente no, encontraría algún fallo, ¡seguro! Los pliegues de la mortaja, una arruga en su ropa. Probablemente dónde quiera que estuviese ahora, le estará insultando, o recordándole lo inútil que es y lo mal que hace las cosas.

—Lo siento muchísimo. —Dijo en voz alta, escondiendo el tormento de esos pensamientos en lo más oscuro de algún cajón en su mente.

Saíto miró a la señora con ternura. Una nonagenaria que conservó hasta el final sus sentidos casi intactos. Y cuya sonrisa invertida señalaba su poca empatía en la vida. Ahora que lo pensaba, no la había visto sonreír hacía muchos años.

—Le encantará recibir su visita señora Hanako.

—Estaba apunto de salir. Pasaré por su casa.

—He dejado la puerta abierta. No hay nadie, estoy avisando a los vecinos.

—No se preocupe, me quedaré en su casa hasta que usted vuelva.

—Oh, no. no está en su casa, está en la mía. Se entra por arriba, junto a la carretera.

Tuvo que dar explicaciones a los vecinos, casi uno por uno.

—Cayó un árbol en la casa y...

—Que muerte más horrible. —respondió el anciano.

—No, no, señor Masato. Creo que en realidad murió de un infarto. El árbol no le hizo daño, solo causó daños a la vivienda.

—¿Que dice?—preguntó la esposa octogenaria de Masato a gritos.

—Que él se apaña con la vivienda —el anciano volvió a mirarle—, iremos en cuanto podamos para despedirnos de ella.

—Cuando deseen. No se preocupen.

Poco a poco repetía una y otra vez la misma historia ante la curiosidad de la vecindad. Todas personas mayores que se conocían desde niños.

La tarde se echaba encima y el viento crecía por minutos. Algunas rachas le tambalean el cuerpo como un muñeco de trapo, haciéndole perder el equilibrio de camino a las visitas. Al bajar la pequeña pendiente hacia la casa de Sato se cruzó con un motorista en una Zanella verde y blanca, con maletín trasero y cesta delantera, que sufría subiendo aquella cuesta y que el viento zarandeaba igualmente. Le miró de reojo, sin perderle de vista y apuntando en su memoria todo lo posible, mochila gris, casco verde del color de la propia moto, delgado, parecía joven y de cuerpo pequeño. Un extraño en la zona después del cadáver encontrado en la carretera, era cuando menos sospechoso.

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