🫔 Capítulo 4

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Las casas de ahora definitivamente no las hacían como antes y por supuesto no costaban lo mismo que varios años atrás. En el centro de Santa Catarina, había una casa en particular que era bien conocida por todos los vecinos de la zona que era donde residía la matriarca de la familia Tamayo, doña Panchita.

La casa resaltaba sobre las demás debido a que el terreno era mucho más grande que una casa de las de ahora y era de las pocas de los alrededores que no había cedido a venderla para que la derribaran y en su lugar construyeran varias casitas más. Además de su tamaño, se distinguía por el enorme árbol de naranjas que se encontraba en el patio. En los muros exteriores se podía notar cierto deterioro por el paso de los años y en algunas partes la pintura color crema se estaba cayendo a diferencia del interior que estaba recién pintado y todo se mantenía en perfectas condiciones.

Doña Panchita ya era viuda, vivía sola, pero todos los días desde muy temprano y sin excepción iba su equipo de trabajo para elaborar las docenas y docenas de tamales que se vendían. Siempre preparados de forma casera y bajo la supervisión de aquella mujer de cabellos plateados con una mirada impenetrable color chocolate y que no daba a margen de error. Su fama la presidía y no podía permitir que alguien pudiera llegar a poner en duda la calidad y el sabor de ese platillo tan tradicional que llevaba su vida entera preparando.

La mujer caminaba por la amplia cocina que varios años atrás había sido adecuada y remodelada para poder tener un espacio más grande donde cada persona pudiera realizar sus tareas sin interponerse entre la de los demás. Cuando sus hijos se marcharon de casa y enviudó, decidió que era hora de hacer algunos cambios en su hogar, por lo tanto, mandó tumbar algunas paredes para ampliar su espacio de trabajo, eso sí, siempre asegurándose de contar con buena ventilación y que los olores no salieran de la cocina para que el resto de las habitaciones no terminara impregnada al característico olor de los tamales.

A sus hijos no les cayó en gracia que algunos de los cuartos desaparecieran, pero eso no pudo importarle menos a la matriarca de la familia. La nueva y mejorada cocina estaba equipada con mesas de trabajo y electrodomésticos profesionales para la preparación de alimentos.

Contaba con dos refrigeradores industriales donde se encargaban de congelar la masa y guardar los ingredientes que abastecían cada semana para garantizar que los tamales se hicieran con productos siempre frescos y tres estufas de buen tamaño para calentar las ollas llenas de esas hojas amarillas con masa y guisos diferentes.

El sonido del teléfono, que estaba pegado en una de las paredes, descolocó a la mujer por un momento; rodando los ojos y con andar lento se aproximó hasta él para tomarlo entre sus arrugados dedos. Se negaba a tener un teléfono celular por eso seguía utilizando el teléfono fijo como su único medio de comunicación.

—¿Bueno?

Mamá, ¿cómo estás?

Al otro lado de la línea escuchó la inconfundible voz rasposa de su primogénita y con quien compartía nombre; llevaba años diciéndole que dejara de fumar, pero no entendía de razones.

—¿A qué debo el honor de tu llamada, hija?

En unas horas vamos a estar yendo para tu casa. Mi hija detectó un posible nuevo competidor.

—¿Y para eso es necesario que vengan? Hija, ya conoces el protocolo, llevamos años haciéndolo.

Sí, pero creo que es importante que lo discutamos todos juntos.

—Está bien, pero esperen unas horas a que terminen por aquí con las labores —colgó sin esperar respuesta de su hija.

Se aproximó a un banquillo que estaba frente a una de las mesas y se sentó ahí, observando que cada empleado hiciera su trabajo de forma impecable.

La Mafia TamaleraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora