Liberación

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Me llamo Vicente. Tengo 27 años.

Camino de regreso a mi casa, desde el gimnasio, cuando un automóvil se detiene junto a mí. Unos hombres, grandes, se bajan, me agarran y, a pesar de mi feroz resistencia, me arrastran al vehículo. Una vez adentro me esposan las manos detrás de la espalda y me cubren la cabeza con una capucha. !Si gritas te pegamos un tiro en el acto! - me ha dicho un hombre tras colocarme un revólver en el estómago.

Pero, ¿por qué me hacen esto? - me he atrevido a preguntar, confundido, a pesar de la amenaza y la actitud violenta de mis captores. Como única respuesta recibo un rotundo puñetazo en el estómago que me deja retorciendo de dolor, encorvado y aturdido, seguido de un contundente -¡Cállate!

Me bajan en algún lugar desconocido varios minutos después. Me hacen caminar varios metros, bajar unas escaleras y luego se abre una puerta. Cuando me sacan la capucha estoy en una celda.

¡Si haces algo estúpido te mueres! - me dice el hombre del revólver mientras me apunta a la cabeza al tiempo que su compañero me saca las esposas.

¡Desnúdese! - me ordena el guardia tras dejarme las manos libres.

¡Este puto es un monstruo: esos músculos y esos tatuajes; un tipo rudo y fuerte! - exclama uno de los hombres. - ¡De seguro aguantará bastante castigo antes de ser liberado!

Soy atado con los brazos flexionados en un armazón que cuelga del techo. No puedo estirarlos y simplemente dejarme colgar de los brazos porque estoy atado del cuello al armazón y hacerlo implicaría estrangularme.

Tengo las piernas flexionadas con las plantas de los pies tocándose y se me ata de los tobillos a mis testículos.

Tengo brazos grandes, musculosos, pero, al estar flexionados permanentemente, se me van cansando y, cuando desisto por la extenuación, comienzo a estrangularme al estirarse la soga sobre mi cuello. Tengo que hacer un esfuerzo tremendo para resistir, aunque el dolor en los hombros se haga cada vez más insoportable.

Mis robustas y pesadas piernas se cansan de estar flexionadas, pero estirarlas implica, también, estirarme penosamente los testículos hasta el punto de que siento que va a rompérseme el escroto por la tensión. Estoy en un terrible aprieto pues se usa mi propio cuerpo contra mí mismo.

Como si no fuera suficiente, con mi ya penoso suplicio, un hombre coge un látigo. Cierro los ojos y aprieto los puños resignado a ingresar en el horror de aquel infierno que abre su boca para engullirme.

Aprieto duramente los ojos y los puños y contraigo los dedos de los pies con cada latigazo. Se me golpea con mucha fuerza, desde la nuca hasta las nalgas, procurando no dejarme ningún lugar intacto. Los severos golpes me deshacen la piel y magullan los músculos cubriendo mi cuerpo con intensos hematomas que van del rojo al púrpura y hacen un notorio contraste con mi blanco torso  caucásico.

Cada golpe se siente como si una llamarada me acariciara la piel con garras ardientes de fuego vivo. Con la acumulación del daño de los sucesivos golpes el dolor pasa a ser de violento y palpitante a una sensación surreal de nivel indescriptible.

Con cada golpe debo hacer esfuerzos tremendos por no ceder y simplemente dejarme colgar exhausto lo que implicaría apretarme irremediablemente el cuello y asfixiarme y estirarme dolorosamente los testículos.

Pero, además, con cada golpe me retuerzo bruscamente, como reflejo involuntario, y la soga alrededor de mi cuello se aprieta, estrangulándome, y mis piernas, al agitarse, me estiran los testículos. Sufro un profundo sufrimiento haga lo que haga.

A momentos se requiere que los hombres intercedan y me aflojen la soga del cuello para no matarme y que así se les acabe el placer de infligirme sufrimiento, pero antes me dejan padecer un poco hasta que ya no puedo respirar ni me sube sangre a la cabeza y me encuentro muy aturdido faltándome muy poco ya para perder la consciencia.

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