En las paredes

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En las paredes

La maldad es un trabajo, la malicia es una costumbre, el crimen una diversión y la blasfemia un deleite...

Maturin, Melmoth el Errante

La primera vez que vi la figura en la pared me pareció graciosa. Era el dibujo de un gato, negro y gordo.

Le tomé un par de fotos. Daba la impresión de estar sentado en uno de los peldaños, tomando el sol, tranquilo. Lo miré durante unos segundos, sonreí, continué andando y lo olvidé. Poco a poco, fueron apareciendo en diversos lugares de Villa Francia. Siempre el mismo dibujo: un gato. Más grande o más pequeño, solo o en grupo, pero siempre gatos. Poco a poco, dejaron de parecerme tan simpáticos, sin saber al principio por qué.

Después de unos días, no había calle en la que no apareciese uno de esos dibujos. Era imposible que fuese obra de una sola persona. Pero nadie había visto a los autores de esas figuras. Si me obligaba a pensar, ¿cuándo fue la última vez que viste a un felino de verdad? No podía responder.

Pocos días después, aquel extraño pensamiento pasó a convertirse en el núcleo central de mi vida. Empezó como un rumor que zumbaba de la calle y penetraba los delgados muros de nuestras casas/cuarteles/refugios.

Eran vecinos, enfadados unos, asustados otros, denunciando todos el mismo hecho: alguien había entrado por la noche en sus casas y se había llevado a su gato, dejando a cambio un dibujo en la pared.

Todo parecía una broma. No conocía a ningún hombre de verde capaz de tomarse en serio aquella denuncia, no en la villa al menos. El tema me angustiaba de manera inesperada, como si la negligencia de la policía o la soledad de aquellas personas fuese mi culpa.

Sentía un mal oscuro rodeando nuestro pequeño universo. Un mal se arrastraba, nos invadía. Hoy cuando la gente me habla de nostalgia de los ochenta los mando a la mierda, simplemente no estaban ahí. Estación Central, antiguamente conocida como «Chuchunco», donde se perdió el agua en mapudungun y nosotros ya habíamos perdido mucho más.

Me mezclé entre los dolientes, arrastrado por esa impropia culpa y algún grado de curiosidad. Nadie había sufrido violencia, y ciertamente ninguna puerta había sido forzada. No se habían llevado nada más.

Dayana, Poe, Medialuna, Cara de Loro y un centenar de nombres fueron gritados por las noches de la población. Algunos remplazaban a hijos que ya no estaban, otros era acompañamiento a la hora del miedo. El que no haya sentido jamás miedo de sus congéneres humanos, jamás podría entender la paz que puede darnos un animal.

Tomé fotos de los hombres y las mujeres. Las revelé en mi propio cuarto y la mandé al diario. No me escucharon tampoco, había temas reales de que preocuparse dijeron. Y tenían razón, sin embargo yo no podía restarme de lo que nos pasaba como comunidad. Estaban abusando de nosotros, así lo sentimos y así actuamos.

Nos juntamos en una bodega, lo hicimos escondidos y después del toque de queda. Pedimos a todos los vecinos que trajesen a sus gatos a pasar allí la noche. Si los ladrones querían seguir con sus actividades, tendrían que hacerlo delante de nosotros. Al final del día, teníamos treinta gatos, cada uno en su caja, esperando para pasar la noche. Pronto nos dimos cuenta de que sería imposible permanecer vigilando dentro del almacén. Los gatos maullaban, lloraban, arañaban las cajas. Las vecinas más sabias comentaron que debían estar nerviosos por estar fuera de su casa o que quizá el olor de las hembras les estaba poniendo histéricos. Así que salimos a vigilar el almacén desde fuera. Salí el ultimo y eché un vistazo a las caras de los gatos de las primeras filas. A mí me pareció que estaban aterrados.

Vigilamos fuera durante algunas horas, conscientes de que, mientras estuviésemos allí, los culpables no se atreverían a acercarse. Aunque sofocados por las paredes, los maullidos de los animales seguían volviéndonos locos.

A las tres de la mañana en punto todo quedó el silencio. Entramos corriendo para encontrarnos con las cajas vacías. No quedaba ni uno solo de los animales, sólo sus sombras dibujadas en las paredes. Las puertas no se habían abierto, no había habido tiempo para que nadie dibujase todo eso. Pero había sucedido.

Los animales seguían desapareciendo, aunque sus dueños se quedasen velándoles toda la noche. Bastaba una pequeña cabezada, una visita al baño, una mirada hacia otro lado para que el animal desapareciese y sólo quedase uno de aquellos dibujos como recuerdo. Miedos más humanos nos apartaron del caso. Durante dos días seguidos habíamos sufrido allanamientos. Tomé algunas fotos y escondí los rollos, cuando me tocó el turno de ser invadido por el amable brazo de estado, solo se llevaron la cámara.

La población fue extrañando cada vez menos a sus mascotas. En primavera nacieron nuevos gatitos, la vida resucitaba. Las heridas y las ausencias estaban ahí, pero las escondimos debajo de la piel.

Ese fue el último mes que estuve entre aquellas calles. Sabía que debía huir, dejar esas calles malditas de tristeza, pero saberlo y hacerlo eran cosas distintas.

En una de las paredes había un grafiti, uno nuevo y especialmente detallado, eran dos jóvenes arrojados a la calle, como perros. Puse mis manos sobre aquel nuevo vaticinio artístico. Entonces tuve la certeza que me ha acompañado desde entonces: las paredes lo saben, no pueden ignorar el mal que nos rodea, pero nosotros los humanos que las hicimos, sí.

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