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—¿Cómo estás? —me preguntó Rigel frente a mí, con sus manos sobre mis mejillas, acariciándolas suavemente. No le dije nada, pero mi asentimiento le bastó—. ¿Estás segura?

Me hablaba con una suavidad que no era propia de él, con una mirada que no expresaba más que cariño y dulzura. Una mirada que habría jurado nunca ver de él, y mucho menos hacia mí.

—¿Sabes? —pregunté, llamando su atención por completo—. A veces, nuestro mayor temor es aceptar que alguien nos ame por lo que realmente somos —dije, pasando mis dedos por su cara—. Y que si el lobo es el malo de la historia, es solo porque alguien lo decidió así. Tú no eres el lobo de la mía, y aunque lo fueras, no podría imaginar un cuento sin ti.

Rigel no dijo nada, tan solo se quedó mirándome, sin cambiar los sentimientos que emitían sus ojos.

—Para ser amado, o para dar amor, no hay que tener miedo; hay que tener valor, Rigel.

En medio de aquel silencio, un silencio que no necesitaba ser roto por palabras suyas ya que sabía qué pensaba, me acerqué a él lentamente, mis manos en su cuello. Él posaba las suyas en mi cintura, acercándome más a él. Fue en ese instante cuando junté mis labios con los suyos, de manera lenta, en medio de aquella sala vacía, tan solo iluminada por las estrellas proyectadas.

Lo rodeé con mis brazos, intensificando el beso, quitándole su chaqueta. Nuestros movimientos eran lentos y suaves, delicados, sin prisa. Demostrándonos que desde el primer momento éramos nosotros, y que nada había cambiado.

Desabrochó el corsé negro que portaba, dejándome descubierta, aunque no me avergonzaba. Cuando ya había abierto mi alma hacia el, no tenía mucho más que mostrarle. Su camiseta no duró mucho más en su cuerpo, pues rápidamente se la quité, tocando su fría piel.

Porque Rigel era como una noche de invierno. Aquellas noches en las que sientes que te hielas de frío, y por tanto, te abrazas fuerte ocultándote bajo todas las sábanas y mantas de tu cama para tratar que el frío no cale tus huesos. Pero que por muy escondida que estés, sabes que el frío sigue ahí. No desaparece.

Rigel era ese tipo de frío. Rigel estaba calado tan dentro de mí que sería imposible sacarlo.

Sus brazos rodearon mi cuerpo, sintiéndonos más cerca que nunca, nuestros corazones unidos. Los besos no faltaron, y caricias tampoco. La ropa fue sobrando poco a poco, nuestras miradas expresando todo lo que queríamos decirnos.

—Te amo, Stelle —susurró, mirándome a los ojos, sin rastro de duda. Demostrándome que tenía valor para amar, y que no se escondía.

"Stelle", una palabra que saliendo de otros labios me habrían parecido patéticas, horriblemente cursis y habría deseado arrancarme los oídos. Pero por el... no lo sé, era distinto. Todo con él era distinto.

Aquella noche, con miles de caricias y cientos de besos, nuestros cuerpos se unieron, aunque nuestras almas ya lo habían hecho tiempo atrás.

Y tenía más claro que nunca, que quería estar con él siempre.

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STELLE, rigel wilde Donde viven las historias. Descúbrelo ahora