Capítulo 1: Lagunas

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Recordar una infancia difícil nunca es fácil. Pero tengo un par de episodios grabados en mi memoria, como una cicatriz hecha con un sello de acero, así como les hacían a las vacas.

Corría el año 2016, o 17, no lo recuerdo con claridad. Mis años aún no llegaban a las dos cifras. Pero estaba en clase, enseñaban matemáticas. Mi profesor, Marcos, era uno de los que veía algo en mi cuando nadie más lo veía. Siempre me animaba a seguir con las matemáticas a pesar de que mi habilidad siempre ha sido prácticamente nula en ellas.

Algunos tienen razón en cuanto a lo de no ver más allá de tu propia nariz. Yo no podía hacerlo, ya que no tenía nadie con quién expresarme. Mis mejores amistades eran mis propios profesores, los mejores que pude tener, los de quinto y sexto de primaria. Al menos en ese momento, ya que se preocuparon de que mis daños no fueran mayores.

–¿Todo esto es por el divorcio de tus padres? –Marcos me miraba a los ojos como si tratase de ver a través de mi alma.

Nadie puede ver en los ojos de una niña con alma vacía. A la corta edad de nueve años yo no sabía lo que era tener una familia que de verdad te quería, y no te mandaba de mensajera para que paguen lo que tienen que pagar. Paloma mensajera en los peores tiempos de guerra, esa era yo.

–No lo sé.

Respondí, en ese momento no sabía ni que decirle. Ni cómo actuar. No sabía ni siquiera si lo correcto era responder. Marcos solo trató de tener paciencia, intentó preguntar de nuevo y sacar nueva información, pero yo tenía la cabeza en blanco, no sabía nada. No encontraba nada. Estaba vacía.

–¿Cómo que no lo sabes? –volvió a preguntar con voz suave, intentando darme seguridad.

–Es que… no lo sé. Todos me odian.

Esa era mi realidad. Todos me odiaban. Cursos superiores e inferiores, todos conocían mi nombre y lo decían entre risas y bromas de mal gusto. Tal vez, no me odiaban, pero las miradas por los pasillos mirándome como escoria no me ayudaban a pensar lo contrario.

–¿Por qué piensas eso? –Marcos se entretenía en hacerme hablar de la manera más suave que podía, era un hombre dulce que se preocupaba por el estado de sus alumnos e intentaba ayudarnos con todo lo que podía.

–Porque… –eso fue lo único que pude decir antes de romper a llorar.

No me gustaba como me veía. No me gustaba como me sentía. No me gustaba nada de lo que había en mí. Y nadie me hacía ver lo contrario. Marcos solo espero a que me calmara, brindándome apoyo desde la corta distancia que la mesa nos imponía. Salimos de la sala de tutorias para volver a la clase, en donde todos me miraron en silencio, con miradas frías y cuchicheos entre ellos. Arrastré la silla con un chirrido que sonó como un terremoto entero y me senté, mi mesa se componía de niños con cara borrosa y miradas indiferentes. Miré a mí tutora, Lana, ella me miraba también con una mirada fría, que yo intenté interpretar de otra forma. 

–Bueno, chicos… Hemos estado hablando, y queremos compartir contigo las cosas que nos molestan de ti, para que puedas cambiarlas.

Se me cayó el alma a los pies cuando escuché aquello. Yo intentaba ser la mejor persona que podía, pero disfrutaban de hacerme explotar. Yo no era un perro agresivo, ni siquiera sabía por qué mordía.

–Pero… Dijisteis que erais mis amigos –miré a toda la clase.

Hubo un silencio sepulcral, hasta que por fin empezaron las quejas. Mi carácter, mi presencia, mi existencia, eso les molestaba. Todo de mí les molestaba. Miré a todos lados buscando un apoyo, un ápice de comprensión, una miga de atención positiva. Pero solo había indiferencia, o desagrado. Mis ojos ardieron, mis puños se cerraron, todo a mí alrededor se volvió negro.

¿Por qué me pasa a mí?

¿Por qué nadie me entiende?

¿Por qué?

–Yo no sabía que os caía mal…

–No les caes mal –intervino Lana. Yo me la quedé mirando. Incrédula, dolida, sobretodo dolida–, solo necesitas… pulir tu personalidad.

¿Pulir mi personalidad? Ellos debían pulir sus valores. Ellos nunca se preocuparon por mis sentimientos, mi manera de sentir, mi corazón. Nunca entendieron lo complejo que era el dolor. Pero ahora miro atrás, y mi rabia se convierte en compasión, ya que ellos eran lo que yo nunca pude ser. Unos simples niños.

–Yo no sé cómo se hace –respondí, al borde del llanto.

–Te ayudaremos –Marcos posó la mano en mi hombro.

Sentí aún más ganas de llorar. Estaba acostumbrada a que los hombres de mediana edad, como él, me chillaran y me dijeran lo que tenía que hacer. Pero él era diferente, él tenía paciencia. Él sí que sabía actuar como un padre, él tenía corazón. Un corazón que mi legítimo padre jamás tendría.

Pero la vida tenía planes diferentes para esta pequeña Andrea de nueve años. Ella no sabía que su vida empezaría a cambiar como fuertes latigazos. Latigazos que irían dejando cicatrices en ella con un fuerte dolor que arrastraría hasta su adolescencia.



Diario de una adolescente con daddy issues y un largo etcéteraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora