Capítulo 3: Los brazos de mamá

4 1 0
                                    


Cuando mi padre se convertía en un monstruo, mi mayor refugio eran los brazos de mi madre. Ella lo ha dado todo por mí siempre, aunque luego también se ha fijado en sus propios intereses. Ella siempre lo negará, pero es así como yo lo siento. Claro que lo ha dado todo, claro que ha luchado por mí cuando nadie más lo hacía, claro que me ha apoyado en todo, pero no es lo mismo. Ya nada es lo mismo. Aunque la mujer que la pequeña Andrea conoce es una heroína, una guerrera.

Una guerrera que lo arreglaba todo con abrazos, noches de pelis y excursiones, cosas que han dejado de gustarme con el tiempo. En realidad, no hay nadie a quien echarle la culpa por eso. Ella y yo nos hemos distanciado con el tiempo. No sé cómo fue el salto de 2019 a la actualidad, pero nada es lo mismo.

Ella dice que ve a mi padre en mí.

Yo nunca quise tal cosa. Lo último que quiero es parecerme a ese animal. Un animal con sentimientos falsos como él, sin instinto paternal, sin empatía, sin nada... Un hombre que no sabe lo que es querer incondicionalmente, sin acabar usando a los demás como herramientas. Pude haber nacido en un hogar feliz, pero poco a poco se fue convirtiendo en una casa de terror.

Gritos, discusiones, insultos, abandono, separación, indiferencia... Para una niña que no tenía ni idea de cómo era que el amor se veía, creo que ese no era el mejor ejemplo. Incluso los besos en las películas me parecían extraños e incómodos. No había visto nunca a mis padres darse el mismo cariño que en las películas, y tampoco quería verlo. Me repugnaba, me incomodaba y me quitaba las ganas de saber más. Era muy difícil explicarlo, y horrible sentirlo. Pero después de todo, no era algo que yo misma pudiera controlar.

Un día del 2016, salí de la ducha. Estaban mis padres en la mesa del comedor, sentados uno enfrente del otro, que al verme entrar me miraron los dos directamente a los ojos. Tuve miedo, por si me castigarían o me dirían algo, pero lo que venía era mucho peor.

–Piquito, tenemos que hablar –exhaló mi madre con voz suave.

Esa voz acarició mi espina dorsal, generando un desagradable escalofrío. Me senté en la silla del frente de la mesa, la que yo veía como un trono, porque ser que está encabezando la mesa quería decir ser importante. O así me lo hicieron entender.

–¿Qué pasa? –me tembló la voz.

Mi padre cogió aire para luego decir lo siguiente:

–Tu madre y yo nos vamos a divorciar.

No recuerdo muy bien lo que pasó después. Solo recuerdo empezar a chillar que yo tenía razón, que ya me lo temía. Sabía que este momento llegaría, porque mis compañeros de clase me habían dicho que sus padres se divorciaron cuando empezaban a pelearse como locos y se chillaban como si fuera a acabarse el mundo. Y ellos hacían lo mismo antes de la noticia. No sabía muy bien si ellos pensaron en mí, pero solo me acuerdo de lo mal que dormí esa noche. De lo mal que lo pasé al día siguiente. Y de lo mucho que extrañaba cuando mis padres aún se querían. Aunque cuando eso aún pasaba, la casa era un griterío inmenso en el que se decían todo tipo de barbaridades posibles.

Los primeros meses sin mi padre fueron difíciles, mi madre estaba decaída, y yo muy triste porque había perdido la familia de papi y mami que todos acostumbraban a tener. Yo me sentía infeliz porque todo el mundo tenía a sus padres juntos, y yo no. De hecho, en cuanto lo supieron en el colegio, los compañeros que yo tenía en clase, si es que puedo llamarlos así, empezaron a restregarme que fue por mi culpa. Y me lo creí. 

Me costaba comer.

Me costaba socializar.

Me costaba levantarme por las mañanas.

Me costaba hablar.

Me costaba vivir.

Una niña de nueve años no debería saber lo que es el sexo explícitamente. Una niña de nueve años no debería pensar en qué pasaría si tiene un accidente y acaba en el hospital,  preguntarse si la vendrían a ver si eso pasa. Una niña de nueve años no debería pensar en cómo suicidarse sin que nadie llore por ella. Ninguna niña normal de nueve años de edad pensaría en eso.

Empezaron a llevarme al psicólogo de la seguridad social, siempre de la mano de mi madre, que en ese momento trabajaba limpiando ese mismo. Ella me dejó en la consulta con una sonrisa compasiva en la cara.

Yo entré. No sabía que decirle, no sabía ni siquiera si yo tendría que estar ahí dentro. No sabía nada. La psicóloga me miraba tranquila, con un aire dulce, de nuevo la gente tratando de ganarse mi confianza con dulzura y chiquilladas varias. Mi edad todavía no llegaba a las dos cifras y ya había medias lunas oscuras presentes bajo mis ojos. También era flaca. Tan flaca que se me notaban los huesos de mi caja torácica cada vez que respiraba. Ni siquiera sabía que tenía una mala relación con la comida. No quería comer. Ni siquiera lo veía necesario. Si no hubiera sido por la pubertad, creo que nunca hubiera empezado a comer como dios manda de nuevo. No estaba tan flaca como para alarmarse, dentro de lo que cabía estaba nutrida, pero comía por comer. Porque por alguna razón, mi cuerpo quería vivir.

–Hola, Andrea –me sonreía la mujer–, me han dicho del colegio que has tenido unos problemillas...

Problemillas. Tócate el higo.

–No les caigo bien. Me odian.

La mujer, tras analizarme meticulosamente, se alzó para hablar, y decirme:

–¿Hay algo de ti que no te guste?

Mi cabeza emblanqueció de inmediato. Habían demasiadas cosas que no me gustaban de mí. Demasiado que corregir, demasiado que cambiar. Era tanto, que siquiera pensarlo me daba ganas de llorar, vomitar y extrangularme con mis tripas. No tenía amigos. Mi familia era distante y mis ganas disminuían con el tiempo. En realidad, ni siquiera sabía por qué seguía viva.

–Todo.

Y es ese momento cuando te das cuenta de que todo lo que has vivido, ha sido en vano. Sabes que no tienes que vivir para complacer a nadie, pero a veces, ser demasiado único y difícil, no te hace una persona sociable. Te hace un alma perdida, vagando por el mundo. Sin saber dónde vas, dónde te quedarás o donde deberías estar. Eres solo un conjunto de huesos, carne, sangre y entrañas intentando comprenderse a si mismo, pensando en cómo puede afectar si te vas o te quedas.

Lloré con la psicóloga un poco más, y acabé por volver con mi madre. De allí, me llevo a las ultimas horas del colegio, que las pasé sin hablar. Intentando contener las lágrimas a cada clase, procurando no alertar a ningún profesor, para no tener que sacar el tema en el lugar menos indicado.

Después de haber centrifugado todas las palabras dichas en el psicólogo dentro de mi cabeza, me forcé a no llorar y a seguir encarando los muros que me plantase la vida. Porque eso es lo que hacen las mujeres fuertes, eso era lo que haría mamá.

Diario de una adolescente con daddy issues y un largo etcéteraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora