-¿Se ha marchado? -preguntó Marta, acudiendo presurosa al oír el ruido del portazo que hizo
retemblar la casa.
-Sí -respondí-, se ha marchado.
-¿Y su comida?
-No comerá hoy en casa.
-¿Y su cena?
-No cenará tampoco.
-¿Qué me dice usted, señor Axel?
-No, Marta: ni él ni nosotros volveremos a comer. Mí tío Lidenbrock ha resuelto ponernos a dieta
hasta que haya descifrado un antiguo pergamino, lleno de garrapatas, que, a mi modo de ver, es del todo
indescifrable.
-¡Pobres de nosotros, entonces! ¡Vamos a perecer de inanición!
No me atreví a confesarle que, dada la testarudez de mi tío, esa era, en efecto, la suerte que a
todos nos esperaba.
La crédula sirvienta, regresó a su cocina sollozando.
Cuando me quedé solo, se me ocurrió la idea de írselo a contar todo a Graüben; mas, ¿cómo
salir de casa? ¿Y si mi tío volvía y me llamaba, con objeto de reanudar aquel trabajo logogrífico capaz de
volver loco al viejo Egipto? ¿Qué sucedería si yo no le contestaba?
Me pareció lo más prudente quedarme. Precisamente, daba la casualidad de que un
mineralogista de Besanzón acababa de remitirnos una colección de geodas silíceas que era preciso
clasificar. Puse manos a la obra, y escogí, rotulé y coloqué en su vitrina todas aquellas piedras huecas en
cuyo interior se agitaban pequeños cristales.
Pero en lo que menos pensaba era en lo que estaba haciendo: el viejo documento no se apartaba
de mi mente. La cabeza me daba vueltas y me sentía sobrecogido por una vaga inquietud. Presentía una
inminente catástrofe.
Al cabo de una hora, las geodas estaban colocadas en su debido orden, y me dejé caer sobre la
butaca de terciopelo de Utrecht, con los brazos colgando y la cabeza apoyada en el respaldo. Encendí mi
larga pipa de espuma, que representaba una náyade voluptuosamente recostada, y me entretuve
después en observar cómo el humo iba ennegreciendo mi ninfa de un modo paulatino. De vez en cuando
escuchaba para cerciorarme de si se oían pasos en la escalera, siempre con resultado negativo. ¿donde estaría mi tío? Me lo imaginaba corriendo bajo los frondosos árboles de la calzada de Altona,
gesticulando, golpeando las tapias con su pesado bastón, pisoteando las hierbas, decapitando los cardos
a interrumpiendo el reposo de las solitarias cigüeñas.
¿Volvería victorioso o derrotado? ¿Triunfaría del secreto o sería éste más poderoso que él?
Y mientras me dirigía a mí mismo estas preguntas, cogí maquinalmente la hoja de papel en la
cual se hallaba escrita la incomprensible serie de letras trazadas por mi mano, diciéndome varias veces:
-¿Qué significa esto?