Capítulo 3
Sangre cobra sangre.
El diario se iluminó de repente y se elevó en el aire, haciendo que sus páginas se abrieran con violencia. El movimiento inesperado me desestabilizó, y tuve que aferrarme al mueble más cercano para no caer. Las cenizas que caían al suelo brillaban con un resplandor fantasmal, iluminando la madera de una manera que me hacía sentir como si estuviera atrapada en una pesadilla.
¿Qué estás haciendo? ¡Aléjate de esa ventana!, exclamó Freya, cuya figura se reflejaba en las páginas del libro.
—Ellos van a matarlos —murmuré, señalando con temblor hacia la ventana—. No puedo quedarme de brazos cruzados.
¡Eso no te incumbe! Si deciden matarlos o no, no es tu responsabilidad, respondió Freya con dureza.
—Lo es —dije, con una determinación que apenas reconocía en mí misma. Con dedos temblorosos, deslicé el pasador de la ventana, y esta se abrió de golpe, permitiendo que el viento entrara con furia, haciéndome caer al suelo. El rostro me ardía de rabia mientras me ponía de pie de nuevo para enfrentar lo que estaba sucediendo afuera.
El sonido de cuatro campanadas resonó en la distancia, provenientes de la iglesia.
Sabía lo que significaban: sentencia de traición.
Mi padre había tenido suerte al ser liberado, pero otros no habían corrido la misma suerte. Otros habían sido ejecutados.
El diario seguía agitándose en el aire, como si intentara captar toda mi atención. Pero mi corazón latía con fuerza al ver cómo arrastraban a los condenados hacia el centro del pueblo.
Vestidos con harapos, los rostros distorsionados por la angustia, los prisioneros luchaban con desesperación contra los vigilantes, como si supieran que estaban enfrentando algo más que la muerte: el fin de su dignidad, el borrado total de su existencia.
Los vigilantes, cubiertos por sus siniestras máscaras plateadas, permanecían impasibles, fríos como estatuas, inmóviles ante los gritos de dolor que rasgaban el aire. Pero había algo aún más inquietante: detrás de esas máscaras rígidas, podía sentir una sonrisa, aunque no la viera. Una sonrisa tortuosa, cruel, casi burlona, que me calaba hasta los huesos.
Era como si sus labios se curvaran en un placer sádico ante la desesperación de aquellos hombres condenados. Y ese sonido... Podía escuchar su risa en mi mente, como un eco que rebotaba en mi cráneo, insidioso y lento.
De repente, el diario que flotaba ante mí se sacudió, levitando en el aire como si también fuese consciente del terror a su alrededor. Las cenizas que se habían acumulado en el suelo comenzaron a volar, levantándose como si fueran controladas por una fuerza invisible. Subían con suavidad hasta las páginas, enredándose en las letras que empezaban a formarse.
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El sello de la bruja
FantasíaEn un mundo donde las mujeres con cabello rojo son condenadas como brujas y sentenciadas a la hoguera, Astrid vive confinada tras las paredes de su hogar, sin conocimiento del mundo exterior ni esperanza de libertad. Desesperada por escapar de su de...