Nunca le había gustado la idea del silencio, pues jamás pudo ser compatible con él. Desde su niñez inquieta y difícil, cuando la soledad le entregaba tal engañosa sensación, este último jamás estuvo presente para darle melancólica compañía. Siempre había algo haciendo ruido, aquí y allá. Donde no podía ver, donde solo podía imaginar, el silencio era enterrado en algún lado y en su lugar una voz que bailaba junto con el resentimiento, aliada de todos sus miedos salía a irrumpir, chillando, gritándole, en pocas ocasiones, susurrándole, dando consejos insensatos que más de alguna vez lo metieron en problemas. Y por más que quería que se callara, fingir que no estaba ahí, deseando ser amigo del profundo silencio, jamás lo logró, se hallaba caminando cuesta arriba en cumbres repetidas.
Por esta misma razón, debía buscar la contraparte a como diera lugar, bajo la lógica que no podía hacer que guardara sus lacerantes palabras, sólo debía hacer el suficientemente bullicio afuera para que fuese imposible escuchar lo que sucedía en su interior.
Y justo en este momento se sentía muy agradecido de tener un compañero como lo era Isidoro, no había silencio con él, también, el alboroto que generaba era el justo y constante como para que no lograra oír el zumbido incesante que arremetía en su subconsciente día y noche. Todo lo cubría la voz continua del atolondrado Oficial I, quien lo acompañaba a diario en cada uno de sus patrullajes.
Aunque, no podía evitar cuestionarse como era capaz el más joven de los dos de poder hablar tanto, sin detenerse ni un solo segundo, parecía que las palabras salían a borbotones al igual que sus ideas y ocurrencias. De todos los temas que podía abarcar, su menos favorito era cuando hablaba de las chicas con las que solía quedar, y su tópico más divertido era cuando le hacía preguntas que probablemente nadie más se podría interrogar. Entonces, su mente de tanto en tanto comenzaba a divagar; ¿Qué era más importante, que te corten un brazo o una pierna? Él tampoco se preguntaba ese tipo de cosas hasta que la duda era instalada en su cabeza con ese deje cómico y las risas suaves que soltaba el menor.
Y entre el humo de los cigarros que encendía cada dos por tres, el sonido de las sirenas, las alertas que saltaban en la pantalla de la patrulla indicándole que el día no tenía fin, era de la forma en que más le gustaba matar el silencio. Lo mantenía tranquilo, no por completo, pero lo necesario para no cometer una locura en pleno operativo...
— Vamos a cambiar la patrulla, no está tirando bien después del último código uno —indicó el ahora Subcomisario Gustabo García, quien se deshacía de la colilla entre sus dedos al tirarla desinteresadamente por la ventana. Un vistazo al más joven de ambos, quien iba de piloto, fue suficiente para que sus palabras fueran acatadas con justa razón. Ninguno de los dos era el mejor piloto existente, pero hacían lo que podían, sin embargo, el de brillantes ojos azules sí era mucho más cuidadoso al momento de encontrarse al volante.
Por más que los días fueran repetitivos, en cierta medida era lo que le funcionaba mejor a Gustabo, era alguien a quien no le gustaban las sorpresas, ni las cosas que se salieran de su intento de mantener el control. Que cada día fuera la copia de la copia del día anterior era un buen signo, uno que llamaba a la estabilidad que tanto deseaba obtener y mantener. O de eso quería convencerse. Pues, muy en el fondo sabía que cuando se encontraba solo, queriendo dormir dentro de la Comisaría, porque allí no existía la palabra silencio, incluso si estaba escondido en la sala de los archivos, ahí cuando quería hallarse únicamente consigo mismo, él siempre conseguía taladrar en sus pensamientos, sin descanso alguno.
Desde que era joven, supo que su vida no sería pacífica; abandonado desde niño, tuvo que verse en la obligación de aprender a sobrevivir, teniendo que recurrir a todo tipo de métodos para que así fuera, y cuando su pequeño hermano se le unió a esta intención de vivir, tuvo que esforzarse el doble, por él y por sí mismo. Estaba atrapado en responsabilidades que no eran suyas, y sentía que era su deber cumplir con todo, no estaba en sus posibilidades estar perdiendo el tiempo siendo un niño.
No obstante, él siempre había adorado la risa jovial que le entregaba su hermano cada vez que hacían algo que les resultara divertido, no importando si eso llegaba a afectar a otros, lo único que tenía valor para Gustabo era que estaban pasando un buen momento, y de eso se trataba la vida, de momentos; malos, buenos y graciosos. Le gustaban los instantes de pura diversión, donde todas sus tristezas eran cubiertas por aquel manto farsante, uno que sólo duraba segundos, donde la euforia que producía la travesura era adictiva, necesaria. Y las risas que producía en su querido familiar y amigo, las carcajadas que compartían también callaban aquella voz que se burlaba de ser una constante. Muy joven descubrió que la risa era la solución a la mayoría de sus problemas, y por más que su visión de las cosas en general fuese bastante negativa, al final del día una sonrisa compartida era lo que le hacía sobrellevar la vida que le había tocado. No podía quejarse... Bueno, tampoco existían para él las personas con las que podría quejarse, todo se encontraba muy bien guardado en su memoria, algunas cosas eran borrosas, otras imposibles de recordar porque había hundido una gran parte de sus recuerdos allí donde nadie podía echar un vistazo, ni siquiera él era capaz de divisar lo que albergaba su mente, había sido guardado con llave de hierro y sangre de tal forma que jamás volverían a hacer algún tipo de daño otra vez.
El sonido de la radio lo sacó de su ensimismamiento, y algo distraído escuchó la voz de Conway, llamándolo para una reunión.
— Joder —a modo de queja, se estiró sobre el asiento en lo que Isidoro lo miraba de reojo, riendo. Sería un día más largo de lo que había imaginado, ya su cuerpo sentía el peso del cansancio acumulado. Masajeó su nuca con una de sus manos, sintiendo la ansiedad impetuosa de encender otro cigarrillo antes de llegar a Comisaría.
— Después te llamo y haces bomba de humo —quiso consolar el menor en lo que el otro asentía en acuerdo, no había una cosa que odiara más que las jodidas reuniones de los altos cargos, y ahora que tan solo hace unos días le habían ascendido a Subcomisario, no tenía ningún tipo de excusa para poder faltar. Estaba asfixiado de todo eso, pero no había nada más para él al final del camino, sólo trabajo.
Sin embargo, existía otra razón de porque no quería ir a ese tipo de reuniones, ni pasar mucho tiempo en la Comisaria, una razón que tenía nombre y apellido.
No podría definir el momento exacto en que todo había comenzado para él, tampoco podía decir que había tenido un inicio como tal, porque realmente nada sucedía y todo quedaba encerrado en las paredes de su mente e imaginación. Y lo que había partido como curiosidad e interés, ahora era una profunda atracción que le estaba costando más de la cuenta disimular. Era muy bueno fingiendo que nada pasaba, pero había ocasiones en que era superado por la situación y no había nada que él pudiese hacer para lograr controlar lo que se originaba en su pecho y se esparcía por todo su sistema, cual enfermedad, intoxicándolo. Las semanas pasaban y él sólo caía más y más, incontrolable. Y no había una explicación que pudiese darse a sí mismo, pues sólo había preguntas ciegas, él no lograba entender muchas cosas, era inútil.