El viento había comenzado a aullar de nuevo fuera de la cabaña. Amanda se arrebujó en el sofá frente a la chimenea donde crepitaba el fuego, sin levantar la vista de la novela que tenía sobre el regazo. Aunque fuera debía haber más de medio metro de nieve, no le preocupaba en absoluto: se había abastecido de todo lo que pudiera necesitar durante las próximas semanas si el tiempo continuaba igual.
Aquello sí que era estar alejada del mundanal ruido, sin un teléfono que la molestara a todas horas, ni vecinos. Bueno, sí tenía uno. Harry Styles, dueño de un rancho en la montaña, pero era un hombre tan huraño, que Amanda dudaba que fuera a tener mucho trato con él... y tampoco ansiaba llegar a tenerlo.
Solo lo había visto una vez, y con esa había sido suficiente. Había sido el sábado de la semana anterior, el día que había llegado. Nevaba, y estaba subiendo por la carretera de la montaña en el todoterreno que había alquilado, cuando divisó la enorme casa del rancho Styles en la lejanía, y a su propietario a unos metros del camino, bajando pesadas pacas de heno en un trineo tirado por caballos para alimentar a sus reses. Amanda observó incrédula la facilidad con que lo hacía, como si fueran almohadas de plumas.
Debía tener muchísima fuerza.
Detuvo el vehículo, bajó la ventanilla y sacó la cabeza para preguntarle si podía indicarle cómo llegar a la cabaña de Blalock Duming. El señor Durning era el novio de su tía, que amablemente había accedido a dejarle la cabaña para pasar allí unas semanas de descanso.
El alto ranchero se había girado hacia ella, escrutándola con una mirada fría en sus ojos negros. Tenía barba de unos días, los pómulos muy marcados, frente amplia, barbilla prominente, y una gran cicatriz en la mejilla izquierda. No, no era un hombre atractivo, pero eso no había sido lo que había hecho a Amanda dar un respingo. Hank Shoeman y los otros tres compañeros de su grupo musical tampoco eran bien parecidos, pero al menos tenían buen humor. Aquel hombre, en cambio, parecía incapaz de esbozar una sonrisa.
—Siga la carretera, y gire a la izquierda cuando vea las tuyas —le respondió con una voz profunda.
—¿Las qué? —balbució Amanda frunciendo las cejas.
—Son árboles, coniferas —farfulló él molesto, como si fuera algo que todo el mundo debiera saber.
—Oh, ¿y qué aspecto tienen?
—¿Es que nunca ha visto un pino? —resopló el hombre perdiendo la paciencia—. Son altos y tienen agujas.
—Sé lo que es un pino —murmuró Amanda ofendida—, pero no sé...
—Déjelo. Gire a la izquierda en la bifurcación —le cortó él—. Mujeres... —masculló meneando la cabeza
—Gracias por su amabilidad —dijo ella con sarcasmo—, señor...
—Styles —contestó él ásperamente—, Harry Styles.
—Encantada —farfulló Amanda con idéntica aspereza—. Yo soy Amanda... —se quedó dudando un momento. ¿La conocería la gente en aquel lugar apartado de la mano de Dios? Ante la duda, prefirió darle el apellido de su madre—, Amanda Corrie. Voy a pasar unas semanas en la cabaña.
—No estamos en la temporada turística —apuntó él, como si le molestara la idea.
—Yo no he dicho que venga a hacer turismo —respondió ella.
—Bien, pues no venga a mí si se le acaba la leña o la asustan los ruidos —le espetó él en un tono cortante>—. Por si aún no se lo han dicho en el pueblo, no aguanto a las de su sexo. Las mujeres solo sirven para dar problemas.