Cómo se había atrevido a llamarla golfa? ¡Si supiera lo equivocado que estaba respecto a ella...! Los ejemplos de su padre alcohólico y su tía excesivamente permisiva habían actuado como un revulsivo, y Amanda había terminado por convertirse en una chica anticuada para su edad, que ansiaba una vida tranquila y equilibrada. De hecho, en los últimos meses apenas había tenido citas, precisamente porque le fastidiaba que los hombres creyeran que era la mujer sexy y cautivadora en la que se convertía cuando subía al escenario. Mandy era solo un personaje, no era ella.
El resto de la semana fue pasando lentamente y, aunque la irritaba preocuparse por el ranchero después de lo grosero que había sido con ella, no podía evitar preguntarse cómo estaría.
Aquellas vacaciones en la cabaña, pasada la novedad inicial, estaban resultando bastante aburridas: no podía llamar a nadie por teléfono para charlar un rato, no podía ver la televisión... Rebuscó por todos los cajones, pero ni siquiera encontró una baraja de cartas. El señor Durning tenía únicamente una pequeña minicadena, pero los discos de su colección no podían ser más aburridos: ¡todos de ópera! Seguramente los usaba para deslumbrar a sus conquistas, para que pensasen que era muy refinado.
Para colmo de males, el domingo por la noche se fue la luz. Amanda se quedó sentada en la oscuridad, riéndose por no llorar. Aquello era lo más surrealista que le había ocurrido nunca: estaba atrapada en una casa sin calefacción, sin luz, los troncos que había apilados fuera estaban cubiertos por varios metros de nieve, y había sido incapaz de encontrar siquiera cerillas.
¿Qué iba a hacer? Se había puesto el abrigo, pero aun así estaba tiritando y, en aquella soledad, tenía miedo de que la pesadilla de hacía unas semanas volviera a su mente para atormentarla.
De pronto, sin embargo, escuchó unos golpes en la puerta de la cabaña.
—¡Señorita Corrie!, ¿está usted ahí? —la llamó una voz masculina a gritos en medio del fuerte viento.
Amanda se levantó y fue hasta la puerta, tanteando para no tropezarse con nada.
Cuando abrió la puerta, se encontró con Harry Styles, la última persona a la que quería ver en ese momento.
—Vaya a buscar lo que necesite para un par de días y marchémonos —le dijo—. Si se queda aquí esta noche sin electricidad se congelará. En el rancho tengo un generador para estas emergencias —le explicó.
—Prefiero morir congelada a irme con usted, pero gracias por venir —le espetó Amanda con aire indignado.
—Mire, está bien, no debí meterme con su moralidad. No es asunto mío que vaya detrás del dinero de un ricachón, pero...
Amanda hizo ademán de cerrarle la puerta en las narices, pero Harry fue más rápido e interpuso una pierna para que no pudiera hacerlo, y entró en la cabaña.
—No tenemos tiempo para estas tonterías —gruñó—. Le he dicho que se viene conmigo y vendrá conmigo —le dijo alzándola en volandas y volviéndose para abrir la puerta.
—¡Señor... Styles! —protestó ella—. ¡Bájeme! ¡Además, no me ha dejado recoger mis cosas!
—Pues se aguantará y se irá con lo puesto —le espetó él mientras salía y cerraba la puerta de una patada.
A la joven la sorprendió ver que la nieve le llegaba al ranchero casi a la cintura. Hacía dos días que no había salido de la cabaña, así que no tenía ni idea de que hubiera nevado tantísimo. El viento gélido le cortaba el rostro como un millar de pequeñas cuchillas. Era una sensación extraña la de que la llevara en brazos. La hacía sentir pequeña e indefensa... pero, a la vez, a salvo. No estaba segura de que aquello le gustase. Le asustaba la idea de depender de alguien.