La Extranjera

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El filoso cristal se hundió en su piel, la sangre vino un minuto después y manchó la vajilla limpia. Maldijo entre dientes, maldijo su propia sangre escurriéndose por la inmaculada porcelana y maldijo a esa extranjera demente que acabó con la paz de sus días. Llegó conduciendo un vistoso aparato como vehículo hacía una semana, se estacionó en la plaza cruzando su calle y el lugar se llenó de curiosos. Jóvenes, adolescentes y ancianos se quedaban en su café hasta la hora de cierre hablando de libros y de la excéntrica mujer de la biblioteca rodante.


—Necesito una taza para una orden de espresso, señor Ackerman— dijo una muchacha de cabellos castaños y pecas en las mejillas.


—Ya no hay.... carajo... dile a Mikasa que traiga una de las mesas— ordenó, buscando una servilleta para cubrir su herida.


—Sí, señor. ¿Necesita ayuda con eso? — preguntó al ver las gotas rojas en la vajilla.


—No, solo asegúrate de tomar las órdenes a todos los clientes.


—La loca de la casa rodante sí que reavivó a este pueblo de mierda— dijo la muchacha regresando al mostrador.


Presionó la cortada con dos servilletas, la tela contuvo la hemorragia y suspiró aliviado. El barullo de conversaciones ponía sus nervios de punta. Tomó unas hojas de té, colocó la tetera en la estufa e ignoró el móvil vibrando sobre el mostrador. Mikasa consiguió una taza vacía y ágilmente preparó el espresso. Miró la herida en su mano de reojo, pero se mantuvo en silencio. La joven llevaba un par de años ayudándolo en el café, a pesar de ser familia, él insistió en remunerarla apropiadamente por sus servicios. Lo conocía mejor que las personas del pueblo, y sabía cuando callar.

Respiró profundo, concentrándose en el vapor caliente del té. El aroma de las hierbas lo tranquilizaban. Se sentó en una pequeña mesa redonda y evitó posar la vista en la ventana. Los primeros sorbos del té que inundaron su paladar fueron casi terapéuticos para él, recordaba las tardes frías de otoño en la pequeña cocina de su madre. Las voces del café se apagaron en su mente como si una pócima cubriera sus oídos. Sin embargo, uno podía escapar de la realidad por un tiempo limitado.


— Dicen que la extranjera es bien sexy— un muchacho comentó en una mesa cercana.


— Ustedes los hombres piensan en sexo todo el tiempo— dijo una rubia con cara seria.


—Se estaciona cerca del lago por las noches... es lo que escuché— agregó un joven de ojos verdes, tenía el cabello atado en una coleta. Eren Jaeger era hijo de un conocido médico del pueblo, pero él simplemente lo llamaba «el delincuente»


— ¿Estuviste con Mikasa por ahí? — preguntó el primer muchacho con una sonrisa cómplice.


—Vete a la mierda, Connie. Sabes que no... tenemos nada como eso— respondió y su mirada se encontró con la del dueño del café.


Conocía la larga historia de su prima con el delincuente Jaeger. Pasaron parte de la adolescencia tomados de la mano y los rumores contaban que se habían besado un par de veces. Aun así, ninguno ponía nombre a tan complicada relación. Hombres como Jaeger no tomaban nada en serio, pero Mikasa dejó de ser una niña hacía tiempo y debía descubrir esa dolorosa verdad por sí misma. Regresó su atención a la taza de té cuando una sonora carcajada lo sobresaltó. La mujer de coleta despeinada fumaba un cigarrillo con el bueno para nada de Reiner Braun en la plaza.

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⏰ Última actualización: May 16 ⏰

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