Capítulo 1: El Abrazo de la Nieve

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En una ciudad donde la muerte caminaba tan libre como los vivos, el frío no era el único enemigo de aquellos que luchaban por sobrevivir.

La ciudad, oculta bajo la densa neblina de la miseria y la corrupción, era un lugar olvidado por la decencia. Calles sucias y decadentes se extendían como venas podridas, latiendo al ritmo de una red de narcotráfico que mantenía a todos bajo su control. Las familias vivían con el miedo adherido a sus huesos, sabiendo que un solo error, una sola mirada equivocada, podría llevar a la violencia. Las paredes de los hogares eran delgadas, incapaces de contener los gritos de dolor, los llantos de desesperación. Y así, bajo el peso del miedo constante, la gente se hundía en la pobreza, en la desesperación, en el silencio.

En este lugar donde la vida valía poco y la muerte rondaba cada esquina, la noche había caído, trayendo consigo un frío implacable. La nieve descendía en suaves copos, cubriendo los montones de basura que se apilaban en las aceras y los bordes de las calles. Las farolas de luz amarillenta, envejecidas y parpadeantes, iluminaban con dificultad los pasos errantes de los pocos que aún se atrevían a caminar por las calles a esas horas.

Una figura oscura avanzaba lentamente por la acera, moviéndose con dificultad, cojeando con cada paso, como si su propio cuerpo le pesara demasiado. La respiración de la mujer era entrecortada, cada inhalación salía acompañada de un silbido irregular, marcado por la enfermedad. La tos rasposa que emitía, débil pero persistente, se perdía en la quietud de la noche, en medio del viento helado que agitaba las ramas desnudas de los árboles.

Su abrigo era largo, viejo y raído, con remiendos apenas visibles que intentaban contener el frío implacable que se colaba por las costuras rotas. Los retazos de tela deshilachada ondeaban al ritmo del viento, que mordía su piel expuesta. Su rostro, curtido por el paso de los años y marcado por las cicatrices del sufrimiento, tenía la piel enrojecida por el frío. Las mejillas estaban surcadas por arrugas profundas, y su nariz, amoratada por el clima gélido, era una herida abierta que se resquebrajaba con cada movimiento. Los labios agrietados, resecos, apenas contenían la fina línea de sus jadeos.

La mujer avanzaba con esfuerzo, luchando por cada paso, su cuerpo herido y cansado. El dolor que sentía en su costado era punzante, una herida abierta que manchaba su ropa con sangre oscura. Podía sentir cómo la calidez de su propia vida se escapaba, lenta pero inexorablemente, a través de ese agujero. Pero no se detenía. No podía detenerse. Algo más importante que su propio sufrimiento la impulsaba a seguir adelante.

Al llegar a un pasillo estrecho, rodeado de paredes cubiertas de grafiti y humedad, la mujer se dejó caer ligeramente hacia un cubículo de basura que sobresalía en el rincón más oscuro. El hedor a descomposición flotaba en el aire, pero el viento helado lo dispersaba rápidamente, dejando en su lugar una frialdad sofocante. El lugar no ofrecía refugio real, pero en comparación con la calle abierta, al menos bloqueaba el viento que se arremolinaba en torno a ella como una presencia insistente, reclamando su carne para el frío de la noche.

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⏰ Última actualización: Sep 11 ⏰

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Seduciendo a la Muerte | EkuReiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora