uno

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Zoya tiene 22 años. Yo, 25.

A Zoya no le gustan las cosas dulces. Yo mataría por un trozo de pastel.

Zoya cree en fantasmas, pero nunca ha visto uno. Yo he hecho un trato con un demonio, y, sin embargo, opino que los fantasmas son una farsa.

Zoya estudia arquitectura, lo que significa que es altamente capaz. Yo apenas conseguí graduarme del instituto, y sinceramente, a veces me asombra el seguir con vida.

Zoya odia el olor a tabaco, pero va a besarme, a mí, siempre con un paquete en el bolsillo trasero del pantalón —o en el interior de mi chaqueta favorita, demasiado gastada—.

Zoya siempre ha tenido corazón. Y yo no.

Es una larga historia, complicada, y con giros argumentales y una extensa genealogía llena de fracasados —a veces, pienso en vender los derechos de mi historia familiar y hacerme rico a costa de mi desgracia—. Esto Zoya no va a saberlo hasta que me devuelva el corazón, lo que provocará dos cosas: primero, una pelea absurda de la que me arrepiento aún a día de hoy; segundo, que soporte el dolor más feroz e inhumano.

Pero las cosas saldrán bien: Zoya regresa, y yo ya no sufro, quiero que lo sepáis.

Zoya Kaif, que cumplirá 23 años a mi lado, compró mi corazón en una pequeña tienda de segunda mano en Candem Town, Londres. Zoya no es ninguna de esas coleccionistas de especímenes en formol —de hecho, hasta el más mínimo atisbo de sangre le revuelve el estómago—, pero sí aprecia las joyas de plata. El camafeo, que tenía intricados detalles, contenía una foto de mi antepasado, Alfred Peel, en su interior. Zoya, que tiraría la fotografía en una papelera unos metros más adelante, había comprado el objeto maldito, recipiente de mi corazón, por 16 libras, ni un penique más.

No notó nada raro al ponérselo, era solo una pieza de plata antigua. Se había arrepentido de deshacerse de la foto unos días después, dándose cuenta de repente del valor sentimental del objeto. En realidad, no lo tenía —había, claro, sentimientos imbuidos en el metal, pero todos extremadamente negativos—. Zoya es despistada. Zoya, mi Zoya, con una maldición colgada al cuello.

De como mi corazón fue a parar a un pequeño escaparate en Candem Market hablaremos más adelante, pero es importante tener algo en cuenta: los demonios respetan las transacciones, por lo tanto, mi corazón pertenecía ahora a Zoya.

Confieso que yo tampoco lo sentí —cuando tu corazón ha estado perdido tanto tiempo, tiendes a ignorar cualquier cambio en él—, pero que la criatura lo hubiera extraviado me resultaba cómico. Por suerte, había ido a parar a las manos de Zoya; yo lo haría también, pero no hasta una semana después, cuando había tenido el tiempo suficiente para convencerse de que el espíritu de aquel hombre cuya fotografía había desechado no iba a maldecirla.

Todavía no estoy seguro de si creyó que yo lo haría.

[...]

Zoya se levanta todos los días a las 7 de la mañana. Se ducha, y dedica unos veinte minutos a extender productos en su piel; luego se maquilla, delinea sus ojos y sus labios, y se riza el pelo. Cuando termina, se echa perfume —vainilla y jazmín—, y entonces ya son casi las ocho. Su primera clase es a las nueve. Vive cerca del campus, así que aprovecha esa hora para desayunar en una cafetería cercana —café con leche, doble, y una tostada de salmón y queso crema—. Ese día llevaba el camafeo puesto. Brillaba, reflejos de un sol inusual en Londres. Era viernes, e íbamos a conocernos esa noche.

[...]

Yo desperté junto a él. Hubiera deseado poder ignorarle, pero el contacto visual fue inevitable. Acostado a mi lado, saludó afectadamente.

heartless | choi yeonjunDonde viven las historias. Descúbrelo ahora