Enseñame a AMAR

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El bar simulaba un departamento vintage. Enfrente de nosotras, unos güeros hablaban a gritos acerca de un negocio que iba de poca madre; al fondo, un grupo de jazz tocaba estándares insípidos, pero bien interpretados.
L. y yo estábamos sentados en un sillón para dos, bebiendo cocteles tan elaborados que desprendían colores tornasol bajo la tenue luz de una lámpara en la mesita atrás de mí.
—Tú nunca te has enamorado —dijo el
Era parte de una conversación que empezó, como tantas otras veces, con la pregunta más común: «¿Tienes novio?». Después de que le contesté que sí, debimos de habernos quedado en la vacuidad cotidiana de una charla previa a emborracharse; o en las confesiones de un romance triste que crean lazos, aunque sea momentáneos, auspiciados por el alcohol. Pero no, llegamos rápidamente a ese momento en el que mi compañía de esa noche afirmaba enfática que yo nunca me he enamorado.

¿Y cómo llegamos a la parte en que se descubre mi estatus de tullida sentimental?

Con una respuesta que a lo largo de mi vida ha resultado más traumática para mis interlocutores que para mis parejas: «Tengo una relación abierta».
A partir de ese momento, la frase arriba señalada se volvió el leitmotiv de la conversación. Venía acompañada de recomendaciones que, sospecho, tenían como finalidad salvar mi alma emocional. Debía aprender a querer. Nadie en su sano juicio puede pretender que una relación abierta sea otra cosa que la renuncia al Amor Verdadero.

Cuando creciera vería. Me iba a enamorar y con ello aprendería lo que es una relación real. Titubeé. Nunca he sabido bien qué hacer en esos casos. Intenté defenderme y murmuré algo así como que de hecho yo sí amaba, y mucho, a mi novio, con quien llevaba años para ese entonces; luego dije también que no era mi primera relación abierta. Por último, hice un leve y bastante tibio intento de justificar mi relación ante la que hasta hacía unas horas era una extraña, pero que ahora actuaba como si me conociera en profundidad.
Pero «tú nunca te has enamorado» fue el juicio de L., y no hubo manera de que la conversación se escapara grácilmente de ese rellano.

Hay algo que debo precisar: no tengo la intención de imponer a nadie la forma en la que yo deseo, me gusta o elijo relacionarme. Nunca he ido por la calle con una pancarta en letras rojas que diga «¡Muerte a la monogamia!», tampoco he creado una petición de Change.org para que se prohíba la fantasía más «clásica» del Amor, esa en la que uno envejece feliz con una sola persona y nada más (aunque bien nos haría dejar de pensar que ese es el único objetivo). No le he recomendado a mis amigxs que abran sus relaciones,a menos que me hayan preguntado al respecto de manera explícita. Entonces, no me explico por qué más de una vez, y de hecho muchas, me he encontrado a mí misma irguiendo un escudo, porque ni a espada llego, para evadir los madrazos argumentales que me suelta la gente —«relación abierta»— salir de mi boca.

Las reacciones negativas se acomodan en una amplia gradación: desde el menosprecio de todas las relaciones en las que he estado en la vida hasta el coraje puro. Incluso he sorprendido a alguna psicóloga diciéndome cosas como «creí que con él sí querías algo más serio» cuando mencioné estar en una relación abierta. Chanclazos que una recibe en los lugares más inesperados.
De vuelta a la penumbra del bar. Para este momento,

L. ya se había tomado tres whiskies y su dicción no era la misma. Yo, más borracha de lo que sabía que estaba, empezaba a pensar que el tenía una agenda oculta.
Lo conocí en un programa que se nos dijo que sería un documental, pero que en cambio resultó ser un quasi reality show chafa sobre artistas jóvenes que participan en retos artísticos y son filmados haciendo cosas «normales» pero fingidas (como leer en el pasillo, regar plantas, encontrarse «casualmente» en medio de un museo), y por ello levemente ridículas. El último día de esa tortura a la que me expuse por un par de meses, L., que me llevaba unos seis años, se mostró amigable pero cortante, con iniciativa y frenos, interesada y distante, lo que me sumergió en un coctel de contradicciones tan fuerte como los que después tomaríamos en el bar. Al terminar la grabación, me pidió mi número. Después, me dijo que fuéramos a beber algo un día de esa semana. Después, que me tomaba. Después, que no sabía amar. Después, que me iba a enamorar un día.

Después, previsiblemente... que de
el. Vuelta de tuerca. ¡El me iba a enseñar a querer!
¡Pero qué suerte! Llegué a ese bar sin otra expectativa que emborracharme y escuchar alguna versión deprimente de Summertime, y en cambio se abrió ante mí la posibilidad de rehabilitarme y conocer, al fin, luego de 26 años, el amor.
Me paré al baño, más que otra cosa para escapar, y de camino noté que mis pasos estaban más cerca de una quebradita que de un cuatro. Me tomó por sorpresa porque solo había tomado dos tragos y no solía ponerme tan borracha. No tengo que contarle a la lectora (que seguro lo ha visto en películas) que la experiencia con ese grado de borrachera, en un baño de bar, colinda con lo lyncheano. Quizá por eso, cuando me abrí paso entre las penumbras y volví a sentarme al lado de L. en el silloncito para dos, lo mejor que se me ocurrió hacer fue... besarlo.

Solo por diversión, quisiera ahora desglosar lo mal que estuvo eso. Primero que nada, L. había pasado más de dos horas diciéndome que yo era «una cuadrada», que nada de lo que creía sobre mí o mis relaciones estaba bien. Después, salpimentó esto con una anécdota exquisita de una cantante con quien tuvo un romance. Se entiende por romance: una dinámica de sadomasoquismo puro, en la que ella iba a su casa y aullaba (leyó bien, aullaba) en la calle, mientras el se negaba a abrirle la puerta; pero luego cogían, pero luego se insultaban. Como para probar la autenticidad de toda la cosa, el universo quiso que mientras me contaba eso, recibiera un mensaje del susodicho, que ya quisiera yo tener mejor memoria para poder recordarlo completo, pero decía algo así como «soy un lobo, un lobo en cacería, mi feroz bramido retumba en la noche, auuu».

Luego, hubo un momento en que negó toda atracción hacia mi , y finalmente profirió la ya mencionada línea en que se predecía mi amor por el.
Al final de todo eso, de una velada que de ninguna manera calificaría como agradable, lo besé. A la fecha me sigo preguntando por qué hice eso. No me atraía, no me caía particularmente bien hasta ese momento, su trato tampoco era agradable; en fin, no se cumplía ninguno de los requisitos mínimos para besar con gusto. No sé cómo (hay segundos borrados de esta historia) regresé a dormir con mi pareja. Las palabras «relación abierta» me sabían pastosas.

Al día siguiente, L. me escribió un mensaje. Quería saber cuándo nos veríamos de nuevo. De hecho, me dijo, ¿qué tal si hacemos de los miércoles nuestros días? Yo estaba cruda y perpleja. ¿Por qué querría que saliéramos de nuevo si la cita había sido horrible?
Mientras todo esto ocurría, mi novio se despertó a mi lado. Me preguntó somnoliento qué tal me había ido y yo musité un normal más bien desganado. No podía contarle que me había sentido pésima, que besé a alguien sin querer y que hablamos de él. Nuestro acuerdo dependía de guardar secretos y asumir que estaban ahí.
Digerirlos en silencio.
Esa noche me dejó muchas dudas. ¿Qué un beso no se relaciona con aquella difusa idea llamada «amor»? ¿Qué no lo opuesto es el desagrado? ¿Qué no, si me maltratan, mi instinto de supervivencia debe activarse y, definitivamente, eso no comprende besar a mi maltratador del momento? Pero más importante, ¿en serio amo a mi novio? ¿Y si es así, no puedo querer estar con otro a la vez? Inmersa en esta confusión empecé la búsqueda de mi propio manual para amar.

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⏰ Última actualización: May 26 ⏰

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