Están las bocas de los fusiles
prestas a interpretar
el himno de la muerte.
Con la espalda apretada contra el muro
temblando, aguarda el auditorio.
El sargento, director de orquesta,
con gesto brusco agita la batuta.
Suena el canto, seco y definitivo.
Sigue un silencio, sin aplausos,
y el auditorio queda dormido.