La luna de mercurio se enterraba en las azules brumas del horizonte cuando los dos jóvenes salieron de la casa, agonizando la noche. Aún no se vislumbraba sol alguno en esa hora maldita en que la oscuridad hace de las calles su coto de caza y ni siquiera los búhos se atreven a atravesar el silencio con sus ululatos. Sobre las tinieblas del rocío por nacer, la casa parecía mucho más grande y ominosa que hacía sólo unas horas. Un caserón de indiano con columnas señoriales en el porche, celosías que una vez fueron de color marfil y una afilada torre donde se adivinaba un estudio tras los cristales rotos de lo que debieron ser unas preciosas ventanas ojivales decoradas con ostentosas vidrieras. Las paredes color teja no ocultaban los regueros de humedad que sangraban desde el lugar donde pared y techo se cosían en una cremallera de vigas blanquecinas y pizarra negra.
La casa olía a muerte y a recuerdos podridos, pensó Ollie, mientras le echaba un último vistazo. El cadáver de los sueños de alguien, ahora pintado con la sangre de aquellos que habían hecho su vida imposible durante dos años. La brisa traía aroma a salitre y a nostalgia y, cuando por momentos paraba, aún se podían oír los sollozos del tullido que habían dejado atrás. Ella sonreía con la expresión que pondría una piraña al ver caer un pollo en su piscina, los ojos brillantes como dos pequeños faros rosas en la oscuridad. Él mientras tanto se sentía tan sucio como agradecido.
—Vámonos de aquí, me estoy poniendo enfermo —dijo, rajando el silencio en canal, con voz temblorosa. Ella le miró como se mira a un cachorro mojado y asintió. Se volvieron y enfilaron la calle por la que había huido de sus perseguidores. Sentía el libro en la mochila tan pesado como la roca de Sísifo.
No podían ser más distintos. Él caminaba cabizbajo, como si cargase sobre sus hombros todo el peso del mundo y de sus ojeras colgasen las pesadillas de la humanidad. Ella a su lado daba saltitos, se agachaba para mirar un escarabajo que pasaba por ahí o deslizaba las yemas de sus dedos por cualquier textura interesante que encontrase, ronroneando como un gato. Sus ojos rosados se posaban sobre todas y cada una de las cosas que encontraba con la misma curiosidad infantil. Para ella el mundo era un lugar nuevo y refrescante, acostumbrada a vivir en el infierno. Mientras él se esfuerza por respirar a un ritmo constante, ella tararea una canción que suena a pasado, a guerra, a ejércitos y batallas que probablemente no recordasen ni los libros de historia.
—No te he preguntado como te llamas —acertó a decir Ollie mientras pateaba con aire fingidamente despreocupado una piedra de la calle.
Ella rió ante su timidez.
—Pensé que no hacía falta presentarme, me has llamado tú y para eso hace falta mi sigilo, mi nombre y mi título —apuntó, llevándose las manos a la espalda —. ¿De verdad me has invocado sin pretenderlo?
—Yo sólo leí la página de un libro —respondió —, se supone que la magia no existe. No debería existir. No tiene sentido. Las historias sobre seres mágicos son cuentos, o eso creía. No tiene sentido. No sé quién eres. No sé "qué" eres.
Ella suspiró y entrecerró los ojos, dejando solo dos rendijas rosas bajo dos cejas blancas desordenadas.
—Me has invocado desde el infierno, me has pedido que sea amiga tuya y ahora me preguntas cómo me llamo... —sonrió —. ¿Sabes que suele hacerse al revés?
—Supongo que sí, pero dime.
—Bueno, va a ser difícil que hablemos si no sabes cómo referirte a mí, así que veamos...
Miró al cielo, que comenzaba a cubrirse de jirones rojizos, con sus ojos rosas y formando una pequeña "o" con los labios —Tengo un montón de nombres, aunque cuando nací no tenía ninguno. Tenía un título igual que mis otros hermanos. Soy la personificación del Caos.