1. Dios no es el único que escucha

7 1 1
                                    

Gritos ininteligibles desgarraban el silencio crepuscular, sólo ensordecidos por los incesantes jadeos de alguien intercalados con sus pisadas en los húmedos adoquines. Un niño es quien atravesaba la noche aún por romper. Tras él, a no mucha distancia, una jauría de jóvenes trataba de alcanzarlo con más éxito de lo que a él le gustaría. La desesperación que teñía el rostro del niño y las macabras sonrisas que se dibujan en las caras de sus perseguidores no dejaban mucho lugar a la imaginación. Eran lobos cazando una liebre a la sombra de la luna llena, que acababa de nacer.

El callejón por el que corría el chaval, que parecía tener unos catorce años, se estrechaba más adelante formando una apretada "L". El niño derrapó sobre el pavimento, sus zapatillas blancas agrietadas lanzando piedras contra la pared, y se inclinó para intentar girar sin chocarse. Se inclinó tanto en el giro que apoyó los dedos de la mano derecha en el suelo, las uñas pintadas con esmalte negro, y la cremallera de su chaqueta rosa pastel rozó los adoquines con un suave rascar.

Consiguió hacer el giro y pasar entre una reja y un contenedor de basura. A su espalda escuchaba los improperios de uno de sus perseguidores al estamparse contra los desnudos ladrillos del callejón. La desesperación dejó paso, durante una milésima de segundo, a una sonrisa divertida, pero volvió al comprobar que aún le seguían tres de los "lobos".

No había tiempo para divertirse, primero hay que salvar el pellejo, pensó. Siguió corriendo, saltó una valla y después otra. A sus contrincantes les costó saltar la primera valla, y con eso consiguió unos preciosos segundos. Pudo escuchar los gritos de rabia del cabecilla al perderle de vista, pero no tenía tiempo ni ganas de pararse a mirar, esta era su oportunidad. Al final de la calle vio una casa abandonada y la ventana del sótano estaba rota. Era uno de estos ventanucos horizontales a ras de suelo que apenas sirven para entrar la luz a la estancia, pero en tiempos de dificultad todo agujero es trinchera y no se lo pensó dos veces.

Corrió hacia el ventanuco como si no hubiese un mañana (si le pillaban igual no lo había) y cuando quedaba sólo un metro se tiró al suelo y se deslizó sobre la gravilla del abandonado jardín con los pies por delante. Una voz en su cabeza le informó de que acaba de manchar sus pantalones color crema, pero la acalló y atravesó la ventana. Ya se preocuparía más tarde por el pantalón, en ese momento tenía toda su atención puesta en no desgarrarse la espalda con los cristales al deslizarse. Dando gracias a su chaqueta por protegerle la piel, se coló del todo por la rendija de negrura y se quedó en silencio, agazapado en la oscuridad de ese sótano desconocido.

Los otros chicos no tardaron en llegar a esa calle, aunque ya no corrían. Ollie se mantuvo en posición fetal para no hacer ruido y escuchó con los ojos cerrados para construir en su mente la imagen.

—Ha venido por aquí, lo juro. —Jadeó uno de ellos

—Podría haber girado en la calle anterior, no lo sabes. —Gruñó otro

—No tiene sentido, esa calle no tiene salida, tiene que haber venido por aquí. —adujo el primero, dejando de jadear y sorbiéndose los mocos sonoramente.

—¿Habrá ido a la izquierda o la derecha?

—Seguro que ha ido a la izquierda. Siempre giran a la izquierda.

—No, ha girado a la derecha.

—¿Y eso de dónde te lo sacas?

—De tu culo, gilipollas.

—Lo mismo te cruzo la cara de una hostia, eh.

—Tú no cruzas ni un paso de peatones, me vas a cruzar a mí la cara, fantasma, maricón.

Un gruñido interrumpió la pelea entre los dos perseguidores y la voz del cabecilla sonó más aguda de lo que le habría gustado.

—¡Callaos! —Restalló. —Iremos a la derecha y si no le encontramos volveremos, pero esta noche no termina hasta que no legamos papilla la cara a ese puto transexual de mierda.

EndemoñadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora