1. EL CUARTO DE ESCOBAS

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Mis primeros años de vida fueron los más felices. Nací en el seno de una familia numerosa, en una granja bastante alejada de todo. Es cierto, no contábamos con lujos ni nada que se le parezca, incluso llegamos a pasar miserias, sobre todo en temporadas de fuertes sequías, pero tenía el cariño de mis hermanos y la dicha de vivir rodeada de una familia.

Pronto todo cambiaría.

A los 6 años comencé la primaria. La escuela me quedaba muy lejos de casa y mis padres no tenían cómo sustentar mis estudios, por lo que la única opción que encontraron —para ellos, no recibir educación no era una opción— fue meterme pupila en un internado para mujeres, una escuela manejada por una congregación de monjas, por unas pocas monedas bimestrales.

Estoy segura de que esperan que, ahora, les mencione lo malvadas y horribles que eran las monjas con nosotras, pues no, para mi suerte, las cosas habían cambiado bastante por ese entonces, aunque muchas cosas malas se contaba sobre las décadas pasadas; historias macabras sobre ancianas que parecían más bien brujas que religiosas. Sin embargo, la cosa cambiaba un poco en el plano estudiantil, como en cualquier instituto, cuando hablamos de personalidades, las hay de todo tipo, y, claro está, no faltaban las bravuconas. Fue luego del primer jalón de pelos que entendí que ya no tenía hermanos de los cuales rodearme, estaba sola en un convento frío y oscuro.

Veía a mi familia en vacaciones y en las ocasiones que se nos permitían las visitas, aunque no era suficiente, nunca lo era. Los años venideros no fueron fáciles para ninguna allí adentro. Aunque terminabas, en cierta manera, adaptándote, nunca te sentías parte del lugar, siempre había una energía extraña en el ambiente que te hacía sentir ajeno, un forastero.

Como mencioné antes, se decían muchas cosas de las generaciones de alumnas pasadas, pero había una historia en particular que nos helaba la sangre a todas, un lugar que, sobre todo cuando la luz del sol ya no iluminaba tanto, evitábamos a toda costa: el cuarto de escobas debajo de las escaleras del fondo.

Se trataba de una habitación más o menos amplia que hacía de depósito de insumos de limpieza, entre otras cosas. Se accedía allí por una puerta que se encontraba debajo de las escaleras que llevaban a las clases de las chicas más grandes, las aulas de secundaria. Era el último cuarto al fondo de un pasillo angosto que, al no tener ventanas, la claridad del sol apenas iluminaba durante el día, y durante la noche las luces internas hacían resaltar levemente la puerta de entre las sombras.

El cuarto de escobas era un lugar espeluznante, sin dudas, pero lo que lo hacía más terrorífico no era la oscuridad que lo envolvía, sino la historia que se escondía detrás de su puerta, una que, generación tras generación de alumnas, se transmitía como una herencia maldita.

Por aquel entonces se decía que, más o menos medio siglo atrás, una estudiante revoltosa, Amelia, hacía de las suyas cada día. Se trataba de una jovencita incontrolable cuya conducta era indomable a pesar de los peores castigos. Pero un día pasó lo imperdonable para las religiosas —sobre todo aquellas, que eran rigurosas y de golpe fácil—, descubrieron que Amelia estaba embarazada. ¿Cómo era eso posible? La chica llevaba aislada meses en el internado y no había tenido contacto externo más que con su madre. Amelia aseguraba que era imposible, pero los estudios médicos pronto confirmaron que, en efecto, tenía un embarazo de tres meses. Enfurecidas, las monjas la encerraron en el cuarto de escobas, que por entonces tenía la función de habitación de castigos, y allí, con el consentimiento de su madre, la mantuvieron encerrada durante semanas, sometida a vejaciones de todo tipo. Se llegó a decir que, incluso, le practicaron varios exorcismos, pues sobrevolaba la idea de que lo que llevaba en el vientre era un demonio, hijo de prácticas satánicas. Una noche, Amelia expulsó el feto entre gritos de agonía, y murió allí mismo, desangrada en el suelo del ahora cuarto de escobas, el cual, se dice, el mal nunca abandonó. Y por ese motivo nos aterraba acercarnos a ese lugar; a veces debíamos hacerlo obligadas por los quehaceres, otras por apuestas o por la adrenalina que nos producía el pavor, pero nunca lo hacíamos de noche. Cuando el sol caía, el cuarto de escobas se volvía el último lugar en el mundo al que quisieras acercarte.

Pero esta es una historia en primera persona, es lo que prometí cuando me contactaron del equipo del Lado Oscuro para contarla. Como les mencioné antes, se sabe que en todas las escuelas hay bravuconas, y yo fui objeto de su acoso. No viene al caso mencionar todas las cosas que me hicieron, aquí nos reúne solo una de ellas, que fue, por mucho, la más traumática. Una noche me despertaron, no recuerdo cuántas eran —quizás tres o cuatro de ellas— y, entre tirones y golpes, me encerraron en el cuarto de escobas. No podría explicar por qué —el motivo más probable fue, tal vez, el miedo—, pero me quedé inmóvil, sentada en la oscuridad, llorando. Los ojos abiertos o cerrados era lo mismo, solo había negrura por todos lados. Al principio no se oía nada, como si lo que pasara más allá de las paredes no penetrara en el depósito. La sensación era la de estar en otro plano. No podría decirles cuánto tiempo estuve abrazada a mis rodillas, quieta, sin reaccionar, pero estoy segura de que fueron horas. Hasta que, de repente, empecé a sentirlo. Primero era un ruido suave, como si alguien raspara una de sus uñas en el suelo, luego, el sonido se hizo más claro... un balbuceo. Sí, podía sentir con claridad el sonido que produce un bebé de pecho. Iba de un oído al otro, a veces lo sentía tan cerca que parecía rozarme la oreja. Estaba aterrada pero inerte. Sin embargo, todo cambió cuando sentí un empujón desde atrás, uno tan fuerte que hizo que me clavara los dientes en las rodillas, me vi en la necesidad de apoyar las manos en el piso para no destrozarme la dentadura con mis propias piernas. Fue cuando grité y pedí socorro, intenté levantarme y correr, pero lo que sea que estaba conmigo me sujetó por los brazos y me jaló hacia atrás. No recuerdo el golpe en sí, solo la vibración y la sensación reverberante en mi cráneo. Me puse de pie como pude y, medio parada, medio erguida, busqué la salida en la dirección en la que supuse que estaría. Esta vez no pudo detenerme, pero sentí cómo la carne de mis brazos, muslos y vientre se abría.

Localicé la puerta e intenté en vano abrirla. Para ese momento, el balbuceo volvía a enloquecerme al oído. Golpeé y grité tanto como pude hasta sentir que la madera cedía. En mi desesperación, me desplomé hacia delante hasta darme contra el suelo, ante la mirada desconcertada de las monjas.

Hoy, con 38 años, aún recuerdo aquella noche como si hubiera ocurrido hace pocos minutos. A veces, por las madrugadas, aún puedo oír el mismo balbuceo de bebé del cuarto de escobas, y me aterra, la mayoría de las veces, no saber si se trata de un sueño o de la realidad.

Puede que nada tenga que ver, pero, a pesar de los muchos intentos, jamás pude llegar a término un embarazo. ¿Y les confieso algo? A pesar de la insistencia de mi esposo en adoptar, temo que, si lo hacemos, ese balbuceo tarde o temprano nos arrebate a nuestro hijo.


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¿Qué les pareció esta historia? ¿Alguna vez escucharon o conocen casos similares? Cuéntennos en la caja de comentarios.


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