Capítulo 3

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El salón de baile estaba abarrotado de personas elegantes que formaban parte de la crema y nata de la sociedad londinense. Entre caballeros que, tal vez habían acudido obligados por sus padres para escoger a alguna jovencita casadera y las madres orgullosas que presumían a sus candidatas intentando llamar la atención de los primeros, se encontraba Meredith junto con Deborah.

Los librillos de baile de ambas estaban casi llenos, por lo que Meredith sintió una pequeña esperanza de encontrar esa noche a un caballero que la salvara de convertirse en la esposa de aquel anciano, tomando como ventaja que, la noticia de la ruina de su familia aún no había corrido como pólvora y todavía no era de dominio público.

Agradeció inmensamente que aquel desagradable conde irlandés no hubiera acudido al baile. Aunque con el correr de cada minuto, la esperanza de cambiar su futuro se iba apagando despacio, siguió sonriendo y bailando durante la velada. Si había algo que le encantaba, era bailar. Le gustaba ver a las damas vestidas con sus mejores galas y a los hombres tratando de distinguirse; oír la música aliviaba todo su cuerpo y sus pies se movían por sí solos, como si caminaran sobre una nube. En un momento dado, cuando su pareja de baile la hizo girar, cerró los ojos para rememorar la primera temporada en que solo añoraba llegar a los eventos sociales, para que cierto caballero esbelto de mirada esmeralda, se acercara a apuntar su nombre en su carné de baile.

Meredith oyó el último compás de la pieza, le dedicó a su compañero una gran sonrisa y realizó una estudiada reverencia. Éste la elogió correspondiendo a su gesto y le ofreció su brazo para regresar junto a su madre y lady Carlisle. Deborah; quien se despedía de su pareja de baile con una sutil cortesía, la alcanzó después de que el educado caballero la dejara junto a su progenitora.

—Lord Harewood no ha venido... —murmuró Deborah, afligida, y se colocó frente a su prima para conversar.

—Aún es temprano, Deborah —pronunció Meredith para que las esperanzas de su prima no mermaran.

—Debería resignarme a que jamás pedirá mi mano. El tiempo se me escapa —expresó entristecida al recordar al cruel verdugo de una dama—. Tendré que escoger en esta temporada o habré de considerarme una solterona.

—No digas tonterías. Cualquier caballero se sentiría afortunado de que lo escogieras como compañero, así tuvieras treinta años —reconfortó sin recibir respuesta de su acompañante.

Ante el repentino silencio, levantó la vista hacia su prima para notarla pálida y sorprendida. Meredith quiso voltear para descubrir qué había causado el desencajo en el rostro apacible de Deborah, pero ésta presionó su mano y negó con la cabeza disimuladamente. Ella frunció el ceño por aquella actitud, hasta que oyó esa voz que la había hecho temblar en el pasado, al igual que en ese momento.

—Buenas noches, bellas damas... —saludó el portador de aquel tono conocido.

El cuerpo de Meredith se puso rígido y se mantuvo en aquella postura sin mover ni un ápice de sus músculos hacia ninguna dirección. Un inexplicable escalofrío le recorrió la espalda y al mismo tiempo, sintió que el suelo había desaparecido bajo sus pies. Las mejillas comenzaron a arderle y sus manos sudaban. Era él, el señor Vernon, después de tres largos y tortuosos años en los que lo había añorado, maldecido y sufrido como nunca imaginó.

Su corazón comenzó a latir apresurado, como si estuviera a punto de estallar sin más. Presionó con fuerza sus manos en puño, pasando de la sorpresa al enojo en un santiamén al recordar aquella noche.

Deborah compuso su semblante e inclinó la cabeza para responder al saludo del señor Vernon, quien era escoltado por el motivo de sus lamentos: lord Harewood.

Al calor de la pasión - Matrimonios forzados 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora