Prosecuencia

2 1 0
                                    

“Los años inmortales del Fénix
te tienen otorgados las lumbreras celestiales”
N.F. de Moratín

En el décimo año de mi ostracismo (el último a cumplir) en Persia y Arabia, tuve la oportunidad de contemplar un acontecimiento, el cual estimaba yo, que pertenecía al renglón de las leyendas. Un mito que se reveló ante mí como una efectiva realidad, como una visión dádiva de los dioses.
Era el día del equinoccio de primavera y me encontraba yo en el desierto de Arabia. Víctima de un descuido, me había perdido en esas largas e interminables arenas. Me encontraba un poco preocupado por lo precaria de la situación. Y habiendo divisado a lo lejos una formación rocosa; me dirigí hacia ella con la esperanza de encontrar reservorios de agua entre sus pétreos fragmentos; ya que, cuando caen las lluvias ocasionales, a veces se conservan entre las piedras, pequeñas cantidades del preciado líquido. Avancé en silencio sobre la polvorosa alfombra hasta llegar a las rocas cenicientas. Me apeé del camello y luego de atarlo lo mejor que pude a unos pequeños salientes, busqué cobijo bajo sus megalíticas sombras.
Cansado por la travesía nocturna con la caravana, decidí dormir un rato para reparar mis fuerzas, después ya exploraría la formación en busca de agua y haría inventario de los alimentos y el agua que yo mismo transportaba.
Desperté casi al mediodía, el sol había cambiado de sitio y ahora molestaba mi descanso de forma casi directa. Me incorporé, todavía somnoliento y cegado por la luz, busqué el agua entre las alforjas y mojé mis labios sedientos; tratando de apaciguar la necesidad que me embargaba en esos momentos. Ya alejadas las injerencias de Hipnos me di cuenta de algo que me estremeció y por instantes me hizo pensar lo peor: el camello había desaparecido.
De alguna forma se había desatado y huyó, de manera incomprensible. Esto complicaba las cosas más de lo que ya lo estaban. Ahora más que nunca era imperioso encontrar un manantial, un pozo o un simple charco de agua entre las rocas. “Tengo suerte de haberme hecho con alforjas antes de dormir porque si no estuvieran, en un lugar qué sólo los dioses sabrían, vagando por el desierto encima del lomo del camello”. Pensé.
Analicé la situación, no valía la pena estar quejándose por algo que era irremediable, mejor era poner cerebro y manos a la obra. Primero revisé los alimentos; tenía dátiles suficientes para dos días, agua para un día y medio, racionándola, eso sí; un trozo de carne seca y una hogaza de pan sin levadura. A parte llevaba unas hierbas y brebajes medicinales, pero no eran aptos para utilizarse como comida. Calculé que con eso podría sobrevivir entre cuatro y cinco días, claro siempre y cuando consiguiese agua. Si no la encontraba y no llovía mis posibilidades se verían reducidas de manera considerable.
Pero nada iba a ganar afligiéndome, así que me ocupé en buscar el ansiado reservorio. Di varias vueltas a las piedras, subí y bajé de ellas otras tantas veces, inspeccionando el terreno con minuciosidad hasta que encontré una pequeña charca entre sus grietas. Estaba protegida de la acción continua del viento y al parecer era apta para el consumo humano. Esto me lleno de esperanza y un aire jubiloso se corrió en mi rostro. Tan abstraído me hallaba, por mi vital hallazgo, que no me fijé en el terreno sobre el cual estaba parado. Al comienzo me pareció un arbusto ya marchito y reseco, pero luego caí en cuenta de que eran ramas y trozos de varias plantas; entre las cuales pude identificar ramas del árbol de incienso y del árbol de la canela, además de otras plantas aromáticas.
Todas estaban dispuestas en forma de nido encima de una gran piedra plana que se hallaba bajo mis pies. Esta parte de la formación, como ya mencioné antes, se encontraba protegida de la acción directa de los vientos ya que se hallaba en un pequeño cañón constituido por las rocas más grandes. Escuché entonces un extraño aleteo a lo lejos y, precavido, busqué refugio entre las grietas.
Al poco rato bajó de los cielos el ave más hermosa que haya visto nunca antes. El pájaro era semejante a un águila, en forma y tamaño, más la pléyade de colores que ésta exhibía era demasiado poderosa como para considerarle de esa manera. También le rodeaba una especie de luminosidad, tenue pero visible, que irradiaba en todas las direcciones.
Era de un color púrpura intenso en su cuerpo, sus alas en parte doradas y en parte rojas, tenía una larga cola azul entremezclada con plumas rosa y dividida en tres pequeños apéndices.  Un precioso penacho de plumas blancas y encarnadas adornaba su testa, como si de una bella corona se tratase, como si fuese un fuego eterno que arde sobre su cabeza. Sus ojos eran muy vivos e inquietos, una ardiente voluntad animaba a esa mirada.
En su ambarino pico traía otro manojo de ramas secas, procediendo a depositarlas en el nido con extraño esmero. Debajo de su boca tenía unas crestas como las del pavo real y alrededor del cuello lucía un cordón plumífero, dorado, que brillaba con las luces del día. Deduje entonces que de allí procedía la luminosidad que antes había observado. Sus patas, aunque fuertes, no mostraban garras amenazadoras o espuelas afiladas, presentaba solo unas uñas curvadas como garfios que le eran muy útiles a la hora de tomar y acomodar las ramas del nido.
El ave no saltaba, como lo hacen la mayoría de las aves, para movilizarse en tierra, sino que caminaba; y al hacerlo abría, cuán largas eran, sus maravillosas y matizadas alas; haciendo equilibrio.
Yo seguí entre las rocas, espiando sus movimientos, intrigado de su procedencia, fascinado por la postura de sus colores. Sí había de dar crédito a las leyendas parecía indicar que el ave no era otra cosa que el Fénix. El ave inmortal, la que renace de sus propias cenizas, la cual es única en su especie y como ella no hay dos. Símbolo de una multitud de conceptos, virtudes estados y creencias. Algunas de nociones sagradas para varios pueblos, otras de tópicos morales y universales.
También era poseedora de un sinfín de atributos exclusivos, entre ellos la longevidad, la capacidad de no alimentarse (nadie jamás la ha visto comer) de irradiar luz de su cuerpo, su peculiar plumaje cromático y que (según los relatos) nacía en estado adulto y de los restos quemados de su padre.
Los egipcios le conocen como Bennu o Ardea, los latinos como Phoenix y nosotros los griegos como fénix; que significa púrpura. El ave es símbolo del poder abrasante del Sol, que se manifiesta como un fuego magnífico en el orto solar. Semblanza de la pureza de un corazón soberano, imagen del espíritu viajero, estigma de la resurrección, representación del triunfo sobre la muerte, emblema de la autoengendración; llamándosele el alma de Ra (deidad egipcia del Sol), el corazón del Sol renovado.
En Egipto, en la ciudad del Sol (Heliópolis), le dedican himnos rituales para encomiar el gran luminar del día que nace desde Arabia, así como el Fénix llegaba desde ese país para enterrar a su padre, deleitando a los dioses con su fragancia y emergiendo como las llamas de una reluciente mañana. Estos eran la mayor parte de los rasgos materializados a partir de la existencia del ave.
Me encontraba recordando estas cosas cuando el crepitar del fuego hizo que volviera a la realidad. El Fénix, habiendo terminado la construcción del nido-pira, encendió la cama que le serviría de puente a la vida de nuevo mediante la muerte. ¿Será que la muerte es el camino para la vida eterna? ¿El hombre deberá hacer lo mismo que el Fénix? Es decir, aceptar sumisa y de manera voluntaria su muerte para luego renacer en un nuevo plano de juventud del alma, una juventud plagada de inocencia acerca de su vida anterior. ¿Acaso hemos malentendido a la muerte y el propósito para el cual los dioses le han creado?
Ni en ese momento ni ahora pude dar con las respuestas a sus interesantes interrogantes. Debo pensar entonces que mi misión era el descubrimiento de esas preguntas, a otros corresponderá encontrarle las soluciones y en ese instante (quizás) lograremos tener acceso a una información que antes nos había sido negada y que era propiedad absoluta y exclusiva de los dioses.
Y así, sin queja ni chillido alguno, el extraordinario pájaro entró en la llamarada, dejándose quemar hasta que no quedó más que cenizas, los abrasados restos de su esqueleto. Tan pronto se hubo apagado éste, un extraño gusano emergió de los escombros, abriéndose paso hacia la luz. Después, bajo los rayos del Sol, la larva se secó o pareció secarse y mientras lo hacía infló dos veces su tamaño original, viniendo a convertirse en una especie de crisálida gigante. Pasados unos pocos instantes empezó a resquebrajarse; brotando de ella, cual flor en primavera el nuevo Fénix. Y si el anterior era hermoso este lo era aún más. Era el doble de bello, con los colores mucho más vivos y fulgurantes que su padre. Y su brillo. ¡Ah! ¡Qué brillo! Parecía que el mismísimo Sol hubiese bajado a los peñascos. Era una visión digna de los dioses.
El nuevo Fénix agitó sus alas y emprendió un llameante vuelo por el firmamento. Su canto y ascenso se produjo en medio de un bramido semejante al estallido de un volcán, mostrando su poder sobre el fuego, su ímpetu de vitalidad y potencia, incendiando el aire, convirtiendo su entorno en un infierno volador. Surcó el espacio circunscribiendo un arco luminoso en el cielo, creando un segundo Sol en la zona. A su paso dejaba una estela calorífica; amarillenta y rojiza a la vez que despedía gases de color púrpura oscuro en grandes cantidades.
Al bajar a tierra se dio a la tarea de elaborar un huevo con una materia gomo resinosa (luego supe que era mirra). Con paciencia y eficacia moldeó la masa hasta que tomó su forma y tamaño final. Después asió con fuerza la bola con sus patas, le levantó en alto, calculando su peso, y viendo que podía con ella le depositó en el suelo de nuevo, procediendo entonces a vaciar el contenido, creando un receptáculo interior. Allí colocó los restos de su padre (¿o de él mismo?), cerrándole otra vez con la mirra. Quedando el huevo con un peso igual al que tuvo antes de vaciarlo.
En ese instante, una bandada de aves, de todos los tipos y tamaños, se apersonó en las cercanías de la formación rocosa. Había águilas, gorriones, golondrinas y muchas otras especies; inclusive había un aquilia roch entre ellas. El Fénix al ver completo su cortejo tomó al huevo contentivo de los restos de su padre y emprendió vuelo hacia Egipto; y con él s los demás pájaros volaron a la ciudad del Sol.
Yo salí entonces de mi escondite y corrí tras el Fénix y su escolta para observarles mejor. En mi afán por alcanzarles me alejé de mi refugio mientras el grupo se perdió en la lejanía, quedándome sólo, en medio del desierto. Me fue imposible encontrar el camino de regreso a las rocas. Perdido de nuevo me sentí derrotado, así que tomé ejemplo del Fénix y me entregué a la muerte. No batallaría para salvarme. A través del puente de Thánatos pretendía llegar a otro estado. Me sometí al inminente y purificante deceso en las ardientes arenas del árido desierto que, como un altar, me rodeaba.
No estoy muy seguro de lo que sucedió después, sólo sé lo que me dijeron los guías de la caravana que me rescató. Me encontraron al borde del fallecimiento y mi aparente agonía duró varias jornadas, hasta que, por obra y gracia de los dioses, volví a la vida desde los mismísimos aposentos del Hades.
Supe luego que el mismo día de la resurrección del Fénix la isla y la ciudad de Tera habían sido desaparecidas de la faz de la tierra por los dioses mediante la explosión de la montaña de la isla. Y ya en la noche un eclipse total de una sombró al mundo con su oscura presencia.
Nunca más pude volver a Arabia y nadie logró encontrar las piedras a las que me referí. Los dioses ocultaron el secreto de nuevo, para que los hombres no profanasen la castidad de su ritual. El ritual del ave Fénix, la única y extraordinaria en su especie.
¡Cuánto lamento que Zenith no me acompañase en esta experiencia! ¡Cuánto hubiésemos disfrutado de las maravillas de la madre naturaleza! Y me pregunto: ¿Cuántas veces no habrá de destruirse nuestra humanidad para lograr la ansiada inmortalidad, en propiedad de los dioses? ¿Acaso jamás podremos ser como ellos? ¿No somos cada uno en cierta forma un Fénix entre otros tantos que nunca serán iguales a nosotros? ¿No somos únicos y extraordinarios en nuestra propia especie? ¿No deberíamos colocar nuestras almas, nuestra personalidad, como única y exclusiva en el universo? ¿No será la vida una extraña prosecuencia de muertes y posteriores renacimientos?

CaleidoscopioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora