Trascendencia (cuento que forma parte de Relatos de la Parca, antología)

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Como cada mañana, Marlene recorría el andén cinco de la Estación de trenes de Retiro. Como cada mañana, extendía su mano sucia para que algún ser piadoso le depositase unas cuantas monedas. Luego de eso, y tras juntar algunos pesos, como cada mañana, se disponía a desayunar. Generalmente no se apartaba demasiado de aquella zona, porque luego del accidente sufrido a sus quince años tenía tendencia a perderse con facilidad. Entonces buscaba restos de comida en el tacho del andén cuatro, o a veces del tres. Allí, con cierta frecuencia, encontraba algún alfajor a medio terminar o un sándwich enmohecido. Con eso le bastaba. Al menos hasta la cena, donde usaba las monedas en algún quiosco de la estación.

Durante el día y, para pasar las horas entre el desayuno y la cena, deambulaba casi sin rumbo fijo, de andén en andén, intentando que los guardias no la vieran merodear. Porque, eso estaba prohibido, y ya la habían mandado a guardar un par de veces. No sólo por merodear. La gente a veces se asustaba de ella. Y no era únicamente porque estaba sucia o mal vestida, ya que se vestía con lo que encontraba. No, le temían a la expresión de retardo de su rostro. A sus labios torcidos, a su comisura babeante.

Y sí. El accidente había hecho estragos con ella. Por fortuna aquel evento trágico estaba bien guardado en los confines de su memoria, aunque en ocasiones, pugnaba por salir en forma de dolorosas alucinaciones. Pero luego de esos episodios, la amnesia la acompañaba y todo volvía a la normalidad, a su normalidad. Aunque si realmente supiera cuánto tiempo la estuvo buscando su mamá quizás moriría, como ella, de dolor. O si supiera cómo aquél auto, que corriendo picadas, apenas la rozó y la hizo volar veinte metros haciendo que su frágil cabeza se estrellase contra el asfalto, eso la devastaría. O tal vez, los meses que estuvo en coma como NN en la terapia intensiva del hospital de la ciudad. No, si su cerebro recordase todo eso ella moriría simplemente de recuerdos.

Pero en su amnesia retardada, ella caminaba sin cesar. Y eso la mantenía escuálida en extremo. Horas de caminatas de un lado para otro habían hecho que su flaqueza extrema provocase asomar unos cuantos relieves óseos. Que en alguna modelo hubiera sido digno de admiración, aunque en ella demostraba su desnutrición. Sus metas inalcanzadas. Haciendo más grotesco su aspecto de abandono.

Al llegar la noche, y si ningún guardia la había pescado infraganti, Marlene volvía a su refugio del andén cinco, allí en un rincón donde nadie podía verla. Donde los enormes hierros que constituyen el freno hidráulico del andén, donde el tren tiene su última chance si todo falla, allí mismo, en ese hueco
ella había logrado poner un colchón y unas mantas. Y en ese tremendo y oscuro y sucio lugar, Marlene descansaba cada noche, como lo había hecho durante los últimos diez años. Y lo podía hacer de esa manera porque el servicio de trenes durante la noche se suspendía. Entonces nadie la encontraba allí. Y durante el día, ella misma lo cubría con una bolsa negra y grande evitando de esa manera ser descubierta.

Al día siguiente, todo comenzaba otra vez. Madrugaba muy temprano para que nadie encontrase su escondite. Desayunaba lo que podía y luego vagaba por la estación.
Sin embargo, una mañana de domingo lluviosa, se encontró con que la estación estaba desértica. Al parecer todos habían decidido quedarse en sus cómodas casas, mirando la televisión, idiotizándose con los programas de moda. Y ella sin tener nada que comer.

Marlene miró cada rincón de la estación. Era particularmente extraño que no hubiese ni un alma. Los tachos, vacíos. La cabina de la policía, desértica. Y lo mismo sucedía con los negocios, que normalmente vendían golosinas, o con la casilla donde se expendían los boletos. Se hubiese preguntado ¿qué sucede aquí? Pero su retardo sólo la hizo quedarse parada en el medio de la nada, con gesto idiota. No se animó a decir nada. No se animó a salir de allí. Sólo decidió volver a su refugio, ese que prolijamente había construido para sí misma. Caminó mientras sus pisadas solo devolvían un eco sordo, cerrado, lejano. El viento, que horas antes había arreciado, estaba detenido. El frío había cesado y ahora todo tenía una particular calidez. La calma circundaba y aunque eso podría aterrorizarla, sólo se sintió bien, pacífica.

Continuó con su paso, ahora más ligero. Notó, como alguien de su estado pudiese notar, que ya no le costaba moverse tanto. Sus piernas se movían con más libertad y hasta con un poco más de gracia. Entonces se apuró, ahora que podía. La lluvia se había detenido así tan bruscamente como ella había mejorado y entonces observó las gotas suspendidas en el aire, redondas, perfectas como ella. Y una luz atravesó su cráneo: el entendimiento llegó a sus neuronas. Y pudo preguntarse ¿Qué está pasando acá? Porque no era normal que las gotas estuviesen suspendidas en el aire, sin caer. No, eso no era para nada normal. Pero era bello, impactante. Y aunque no hubo respuesta para esa pregunta que ella lanzó al aire, no le importó.
Y disfrutó del espectáculo que tenía ante sus ojos.

Las nubes se separaron y un rayo de sol se filtró haciendo que las gotas despidieran miles de colores. Marlene sonrió de pura felicidad y una lágrima rodó por aquella mejilla sucia. Extendió su mano y con su delgado dedo índice tocó una de las gotas suspendidas que se desplazó colisionando con otra y otra y otra y de repente, todas las gotas danzaban con un ritmo mágico y maravilloso. Y ya no era tan importante saber qué sucedía, sino lo realmente importante era disfrutar ese instante breve y único
que la vida le ofrecía.

Pero la soledad era pronunciada y el temor de siempre afloró. Entonces, continuó en la búsqueda de su lugar seguro, tan sólo para constatar que seguía allí y que podía recurrir a él, en caso de necesitarlo. Caminó, casi corrió y al llegar solo había un bulto. Un bulto envuelto en mantas mugrientas y mojadas. Era aterrador y desagradable, en contraste con lo que había visto minutos antes.

Miró las gotas danzantes, el sol que seguía asomando. Se miró a sí misma, su túnica blanca brillante y decidió que danzar con las gotas era mucho más agradable y seguro. Sí, ese día, en ese minuto, en ese lugar donde trascendió sin saber cómo ni porqué, Marlene decidió ser feliz, sin dolor, sin hambre y sin frío.

A la mañana siguiente, el policía que cuidaba el andén cinco de Retiro, se encontró con la imagen del horror: en el escondrijo de Marlene, ese que él sabía bien que ella usaba por las noches, había un bulto envuelto, húmedo, sucio. Enseguida sintió un dolor en su pecho, una angustia que subió y le conmovió hasta las lágrimas. Dudó si tocar el bulto. Dudó. Entonces, llamó a uno de sus compañeros y juntos lo quitaron, con cuidado y mucho respeto. No se atrevían a abrirlo, no se atrevían a ver aquello. Pero debieron hacerlo. Suspiraron al unísono y capa tras capa quitaron las mantas. Finalmente, al destapar el bulto, miles de mariposas multicolores salieron volando al ver la luz y en el fondo de las frazadas, un rayo de sol, una gota de lluvia y la nada misma.

Autor: Soledad Fernández - Todos los derechos reservados 2015

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⏰ Última actualización: Jul 05, 2015 ⏰

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