CAPÍTULO II

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Dailiet Ford Rodríguez

Un intenso rayo de luz me hace despertar, me estiro bajo las sábanas ¿espera? ¿luz? ¡En mi habitación no da la luz! Abrí los ojos de golpe quedando ciega en instantes.

Miro todo a mi alrededor, no estoy en mi habitación definitivamente, está es, como decirlo sutilmente...¡Diez veces más grande!. Sin exagerar.

El piso de madera relucía sin ningún problema, un cuarto blanco y gris, con pequeños detalles en negro. Una cama para dos, con sábanas de seda y almohadas oscuras.

¡Hay alguien en el baño! Cuando el ruido de la ducha deja de sonar es que caigo en cuenta de que estaba encendida.

Miro la habitación, no hay donde esconderme, muy grande y todo pero... ¿¡dónde puedo esconderme!?

¡La puerta!

Es la única opción.

Corro hacia la puerta tratando de hacer el menos ruido posible, la manilla es de un oro brillante.

¿Está gente tiene dinero suficiente para bañarse con él y no les bajaría un cerro de la cuenta bancaria?

Giro la manilla y retrocedo varios pasos cuando no abre. Esta cerrada.

No, no, no ¡no!

Vuelvo a intentar para probar si se trata de un error pero no, está cerrada. Sigo y sigo haciéndolo con desesperación.

—No, no, ¿que voy a hacer?

Doy pasos hacia atrás. Pasándome los dedos por el cabello con frustración.

Choco con una superficie dura.

Ay no, por favor no, estoy muerta.

Unos brazos me rodean rápidamente. El contacto produce que una ráfaga de corriente se disperse entre nosotros. Pequeñas partículas de ¿corriente? Parecen chispas. Es algo brilloso.

Mis ojos se quieren salir de sus cuencas de tan abiertos que los tengo.

Esto nunca me ha sucedido.

Doy la vuelta entre sus brazos. A pesar de la descarga eléctrica no se ha separado de mí, al contrario, me pego a su cuerpo aún más fuerte.

Es el mismo hombre que me llevo en la "elección".

Jadeo.

Me mira con un deje de brillo que intento ignorar. Pequeñas gotas de agua corren por su cuello y torso trabajado. Subo los ojos a su cara. Me quedo mirando sus labios, se ven tan apetecibles.

No, esto tiene que ser síndrome de Estocolmo.

Trato de separarme de él. Lo empujó con mis brazos.

Su mirada imponente me advierte que no lo haga más, al final, no ha servido de nada. No le he movido un pelo.

—Corderito, no dejare que te vayas.

Sus palabras me descolocan.

—¿Por qué no? ¿Quién eres? ¿De que te sirvo? ¿Por...

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