El aterrador número de estudiantes del instituto de Forks era de tan sólo trescientos cincuenta y siete, ahora trescientos cincuenta y ocho. Solamente en la clase de tercer año en Phoenix había más de setecientos alumnos. Todos los jóvenes de allí se habían criado juntos y sus abuelos habían aprendido a andar juntos. Él sería el chico nuevo de la gran ciudad, una curiosidad, un bicho raro.
Tal vez podría utilizar eso a su favor si tuviera el aspecto que se espera de un chico de Phoenix, pero físicamente no encajaba de ningún modo. Debería ser alto, rubio, de piel bronceada, un jugador de fútbol o tal vez de voleibol, todas esas cosas propias de quienes viven en el Valle del Sol.
Por el contrario, su piel era blanca como el marfil a pesar de las muchas horas de sol de Arizona, sin tener siquiera la excusa de unos ojos azules o un pelo rojo. Siempre había sido delgado, pero más bien flojucho y, desde luego, no un atleta. Le faltaba la coordinación suficiente para practicar deportes sin hacer el ridículo o dañar a alguien, a sí mismo o a cualquiera que estuviera demasiado cerca.
Después de colocar su ropa en el viejo tocador de madera de pino, se llevó el neceser al cuarto de baño para asearse tras un día de viaje. Contempló su rostro en el espejo mientras se cepillaba el pelo enredado y húmedo. Tal vez se debiera a la luz, pero ya tenía un aspecto más cetrino y menos saludable. Puede que tuviera una piel bonita, pero era muy clara, casi traslúcida, por lo que su apariencia dependía del color del lugar y en Forks no había color alguno.
Mientras se enfrentaba a su pálida imagen en el espejo, tuvo que admitir que se engañaba a sí mismo. Jamás encajaría, y no sólo por sus carencias físicas. Si no se había hecho un huequecito en una escuela de tres mil alumnos, ¿qué posibilidades iba a tener allí? No sintonizaba bien con la gente de su edad. Bueno, lo cierto es que no sintonizaba bien con la gente. Punto. Ni siquiera su madre, la persona con quien mantenía mayor proximidad, estaba en armonía con él, no iban por el mismo camino. A veces se preguntaba si veía las cosas igual que el resto del mundo. Tal vez la cabeza no le funcionara como es debido.
Pero la causa no importaba, sólo contaba el efecto. Y mañana no sería más que el comienzo.
Aquella noche no durmió bien, ni siquiera cuando dejó de llorar. El silbido constante de la lluvia y el viento sobre el techo no aminoraba jamás, hasta convertirse en un ruido de fondo. Se tapó la cabeza con la vieja y descolorida colcha y luego añadió la almohada, pero no consiguió conciliar el sueño antes de medianoche, cuando al fin la lluvia se convirtió en un fino sirimiri.
A la mañana siguiente, lo único que veía a través de la ventana era una densa niebla y sintió que la claustrofobia se apoderaba de él. Allí nunca se podía ver el cielo, parecía una jaula.
El desayuno con Charlie se desarrolló en silencio. Le deseó suerte en la escuela y él le dio las gracias, aun sabiendo que sus esperanzas eran vanas. La buena suerte solía esquivarlo. Charlie se marchó primero, directo a la comisaría, que era su esposa y su familia. Examinó la cocina después de que se fuera, todavía sentado en una de las tres sillas, ninguna de ellas a juego, junto a la vieja mesa cuadrada de roble. La cocina era pequeña, con paneles oscuros en las paredes, armarios amarillo chillón y un suelo de linóleo blanco. Nada había cambiado. Hacía dieciocho años, su madre había pintado los armarios con la esperanza de introducir un poco de luz solar en la casa. Había una hilera de fotos encima del pequeño hogar del cuarto de estar, que colindaba con la cocina y era del tamaño de una caja de zapatos. La primera foto era de la boda de Charlie con su madre en Las Vegas, y luego la que les tomó a los tres una amable enfermera del hospital donde nació, seguida por una sucesión de sus fotografías escolares de años pasados.
Las fotos escolares en la casa resultaban muy embarazosas para él. Tenía que convencer a Charlie de que las pusiera en otro sitio, al menos mientras él viviera allí. Era imposible permanecer en aquella casa y no darse cuenta de que Charlie no se había repuesto de la marcha de su madre. Eso lo hacía sentir incómodo. No quería llegar demasiado pronto al instituto, pero no podía permanecer en la casa más tiempo, por lo que se puso el anorak, tan grueso que recordaba a uno de esos trajes empleados en caso de peligro biológico, y se encaminó hacia la llovizna. Aún chispeaba, pero no lo bastante como para calarlo mientras buscaba la llave de la casa, que siempre estaba escondida debajo del alero junto a la puerta, y cerraba. El ruido de sus botas de agua nuevas resultaba enervante. Añoraba el crujido habitual de la grava al andar. No pudo detenerse a admirar de nuevo el vehículo, como deseaba, y se apresuró a escapar de la húmeda neblina que se arremolinaba sobre su cabeza y se agarraba al pelo por debajo de la capucha. Dentro del monovolumen estaba cómodo. Era obvio que Charlie o Billy debían de haberlo limpiado, pero la tapicería marrón de los asientos aún olía tenuemente a tabaco, gasolina y menta.
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twillight
Про вампировNunca se había detenido a pensar en cómo iba a morir, aunque le habían sobrado los motivos en los últimos meses. Sin embargo, no hubiera imaginado algo parecido a esta situación, incluso de haberlo intentado. Con la respiración contenida, contempló...