8, Muerte y destrucción.

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Meses atrás.


Vivió varias décadas encerrado por poseer un objeto tan peligroso como el diamante que manipula la energía mágica. También se sumaba las múltiples denuncias por fraude y estafa mágica. Jeremía hacia mucho no veía la luz del sol, ni tampoco el mundo seguir su curso.

Lo habían encerrado en 1933, y desde ese momento no tuvo ningún privilegio más que el de un par de revistas. A través de eso fue que se enteró de los avances. Cuando vio los nuevos autos a motor, o los eléctricos, los altos edificios, los celulares, libros digitales, hasta la evolucionada comida, casi casi, que perdía la cabeza.

Y ahora, sin haberlo visto de frente, se e enfrentaba a una nueva incógnita.

—Siéntete como en tu casa —dijo una mujer.

Jeremía la buscó, y esta no estaba allí. Tan solo su presencia mágica y voz se hacían presentes. A ninguna de las dos podía reconocer. Ambas eran profunda, algo dulce, pero cargada de misterio. Rozando lo oscuro, lo prohibido.

—¿Me dejaras verte? —preguntó.

El pelinegro buscó donde sentarse. El sillón frente a él se le hacia particular. Gris y con angulosas formas. No creía que pudiera ser cómodo.

—Prefiero un baño ¿También se verá así de extraño? —se preguntó así mismo.

El mundo había tomado una estética que no le gustaba, o al menos eso creía con lo poco que alcanzó a ver. Esperaba que lo clásico viviera por más tiempo.

—Te vas a acostumbrar, pronto todo esto dejará de ser una locura —dijo la mujer—. Este es tu lugar, ponte cómodo.

No tenía idea de cómo hacer eso, pero en cuanto sintió que estaba solo, fue a buscar el cuarto de baño. La casa era de dos pisos, con mucha madera que desentonaba con algunos muebles modernos, y varias ventanas altas que dejaban entrar el radiante sol de la mañana.

Se fue por unas escaleras, hasta llegar al otro piso, y se encontró con una sala más, los mismo sillones, y más entradas cerradas. Abrió un par de puertas, y llegó a donde quería.

No se veía tan raro, aquello era lo más tradicional del lugar, lo más cercano a lo que alguna vez tuvo. Una bañera de porcelana blanca, tres canillas color plata y una flor de agua, y el resto de elementos que hacen a un baño.

Dispuesto a estar bajo el agua, la dejó correr hasta llenar la bañera. Frente al espejo, notó el paso del tiempo en su rostro. No había envejecido tanto, pero las ojeras bajo sus ojos azules, y las canas que resaltaban entre los cabellos negros, eran notorias. Lo apresaron luciendo de treinta, ahora parecía un cuarentón. Con la barba de unos días, y los hombros caídos del cansancio.

—No te saldrá barato esto —murmuró frente al espejo—, Olivia Julia.

Entorno los ojos, y el espejo vibró, a punto de estallar.

Tras cuarenta minutos, buscando relajarse en en la bañera, salió. Ahora debía buscar su habitación. Estaba seguro que la vio al abrir la primera puerta. También esperaba que la ropa no fuera rara, aunque no tenía idea de cómo era la moda en ese momento. Con un pantalón y una camisa estaría más que satisfecho.

Al abrir la puerta, la habitación encajaba con lo último que el vio antes que lo metieran preso. Un par de pinturas sobre paredes de un lustroso ladrillo visto. Un ventanal que daba a un balcón, que mostraba algún lado, llegando a ver por encima de un frondoso bosque. Muebles elegantes, entre estos un placar de madera oscura y un escritorio a juego. Y una cama, como alguna vez tuvo, algo simple, con edredón negro, y almohadas blancas.

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⏰ Última actualización: Oct 12 ⏰

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