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Me consideraba una persona fuerte, segura de sí misma, y con un ahínco vehemente de estar dispuesta a ayudar a los demás sin recibir nada a cambio.

Siempre que estuviera al lado, él, quien veía como el amor de mi vida, el pilar frente a los obstáculos que la vida presentaba.

Alguien con quien podía contar mis pensamiento más peculiares, sabiendo que no me juzgaría, y hasta se uniría a la fechoría.

Amaba observar los ojos aceitunados vívidos de él y, con ese simple acto, sentirme reconfortada nuevamente, aunque la situación dada fuera la más adversa.

Recordaba la faceta en el tiempo de estudiantes atolondrados, en las innumerables ocasiones intentando dar a conocer mis sentimientos. Pero solían repetirme la frase: "demasiado tímida para amar".

Inmesa fue la sopresa, cuando por fin vino el momento que jamás esperó mi mente juvenil.

Días antes de la graduación, Adrien me buscó; preguntando si había hecho algo malo, pues lo evitaba desde semanas atrás.

No resistí más. Vociferé todos mis sentimientos retenidos en mi interior, lo golpeteaba con manotadas indefensas en su pecho, liberaba el llanto acumulado.

Protestaba con ironía en tartajeos la ceguedad del contrario, cuando no actué clara desde un principio.

De pronto, fui silenciada cuando tomó mis manos con una sutilidad nunca antes vista, guiándolas hacia su cuello; nuestros labios se unieron en una dulzura fulgureante.

La fiesta de graduación, el inicio de la universidad y el trabajo soló fortaleció más el vínculo en nuestra relación acaramelada.

Cuando estuvimos listos de tomar las riendas de nuestras vidas, nos independizamos, esperanzados de prosperar juntos.

Y en medio de aquel camino, una pequeña sorpresa se sumó a la alegría tanto de los Cheng como los Graham de Vanily: el nacimiento de un bebé, una criatura engendrada por el oasis de amor que ambos compartíamos.

Cómo olvidaría la la reacción de Adrien; no pudo con tanta conmoción que casi cae tumbado al suelo del asombro, salvado por mis brazos.

El parto fue una de las experencias más dolorosas y desgarradoras, pero renové todas mis fuerzas al contemplar enternecida el cuerpo acurrucado de mi hija entre mis brazos. Sentí que cada aflicción antes experimentada valió la pena.

Los siguientes meses fueron un aprendizaje constante como padres primerizos, él asumió el papel más paciente, me instruyó a controlar más mi temperamento.

Le repetía en ocasiones: "No sabría qué hacer sin ti"

Era cierto. No imaginaba cómo hubiera sido mi vida sin él acompañándome.

¿Qué sucedería cuando un pedazo de mí hubiera sido arrancado sin compasión, como si mi ser se hubiese disgregado, padeciendo su ausencia?

[...]

"Al parecer, la vida no es esperar a que la tormenta pase, es aprender a bailar en ella"

Aquella frase era una de las más reiteradas por mis papás, y la sentí en carne y hueso, no sólo en mi adolescencia, también en la recta de mi adultez.

Había instantes en los que mis propios pasos se tropezaban al danzar en los charcos vítreos, pero era levantada por las personas que me ayudaban.

Mi suegra se dirigía a mí con constancia, repitiendo las mismas líneas: tenía que ser fuerte, no porque evitara las dolencias, sino porque, luego de derrumbarme las veces necesarias, me instigaría a escalar cada peldaño. Ahí, hallaría en la caída un impulso, que aparenta ser inexistente para mi alma macilenta.

RenacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora