Prólogo

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Año del Señor de 1212 

Northumberland, Inglaterra

El diablo la perseguía y los perros del Infierno aullaban a su alrededor. Un temblor recorrió su cuerpo y, durante unos instantes, el terror se apoderó de ella. Un sudor frío bañó su piel y sus músculos se tensaron hasta el punto de impedirle dar un solo paso.

«Todavía no me han encontrado», se recordó a sí misma. Aún tenía una oportunidad.

El esperanzador pensamiento diluyó la neblina que llenaba su mente, impidiéndole reaccionar, y desterró el entumecimiento que la aprisionaba en el lugar. Se giró y descubrió a Allard a unos pocos pasos de ella. Sus ojos color avellana, abiertos de par en par, mostraban miedo, un sentimiento que ningún niño de dos años debería conocer. Esbozó una sonrisa para tranquilizarlo y se llevó un dedo a los labios, instándolo a que guardara silencio. El pequeño asintió y ella acarició con ternura su cabeza de rubios cabellos ondulados.

Miró a su alrededor con frenesí. Necesitaba encontrar otra manera de salir de allí, ya que no podían hacerlo por la puerta principal, a riesgo de encontrarse con el barón Bertram y sus hombres. Si hubiesen partido temprano en la mañana, como había sido su deseo, no se encontrarían en ese brete, pero no había podido negarle a Allard su deseo de ver los caballos que se guardaban en los establos de la posada en la que habían pasado la noche. Por suerte, había traído consigo las escasas pertenencias que poseían.

El olor a heno era intenso y se mezclaba con otros aromas menos agradables, como el del estiércol. La paja se acumulaba en el piso superior, al que se accedía por una escalera de madera que había apoyada en un costado. Aunque podría resultar un buen escondite, también sería una temeridad subir hasta arriba con Allard; además, nada le garantizaba que no los buscasen incluso allí, pues el barón no era hombre que dejase nada al azar.

La desesperación comenzó a hacer presa de ella mientras el volumen de las voces crecía en el exterior y el sonido de las armaduras golpeaba el empedrado del patio. No podían salir por ninguna de las ventanas, y descartó también esconderse en

alguno de los cubículos de los caballos, puesto que podía resultar peligroso si el animal se ponía nervioso.

Notó un ligero tirón en la falda. Allard se había pegado a ella y ocultaba su rostro entre los pliegues de la burda tela, como si el hecho de no ver lo que había alrededor pudiese hacer que tampoco nadie lo encontrase a él. La lógica de los niños era sencilla, pero Emily necesitaba en esos momentos un milagro para que no los descubrieran.

«Te lo ruego, Dios mío, ayúdanos», suplicó en una oración desesperada al Creador.

Dejó en el suelo el saco con sus escasas posesiones, tomó en brazos a Allard y lo estrechó contra su cuerpo mientras lo mecía con suavidad. Cerró los ojos y una lágrima escapó de sus comisuras al percibir el temblor en su delgado cuerpo.

—¡Buscad a esa zorra, tiene que estar por aquí! Levantad cada piedra si es necesario, pero traédmela, ¡maldita sea!

Dulce pasión (fragmento)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora