Al día siguiente, instalado en el espectacular lujo del jet privado de Max que iba a llevarlos a Chipre, donde los estaba esperando su yate, Sergio fingió leer una revista.
Por el momento, Max no le había pedido que hiciese ninguna labor de compañía. Había trabajado sin pausa desde que habían embarcado a media mañana. Había hablado por teléfono, trabajado en el ordenador y había dado instrucciones a la empleada que viajaba con ellos. Sergio se sintió aliviado porque todavía estaba avergonzado por el comportamiento que había tenido con él la noche anterior. ¿Cómo había podido perder así los papeles? ¿Por qué demonios le había confesado que era virgen? Eso no era asunto suyo y era una información completamente superflua para un hombre con el que no tenía ninguna intención de intimar. Jamás se le olvidaría la expresión de sorpresa del rostro de Max al oír aquello. Después, abochornado, se había limitado a huir, y tras darle las buenas noches se había refugiado en su dormitorio.
¿Virgen? Max seguía dándole vueltas a aquella sorprendente información. Tuvo que admitir a regañadientes que eso explicaba en gran parte la manera de pensar de Sergio. De repente, cobraban sentido cosas que no había entendido antes. Por eso se había puesto tan nervioso y había reaccionado de manera tan exagerada cuando se había acercado a Sergio en su casa.
¡Y por eso había insistido en que no se acostaría con él! Pero no podía evitar que lo desconcertase que un hombre tan apuesto y sensual, tan vital, pudiese haber estado tantos años privándose del placer físico. Sus sospechas de que Sergio quería jugar con él, como debía de haber hecho con muchos otros, se quedaron allí. Y, además, sus palabras, en vez de desalentarlo hicieron que lo desease más que nunca. ¿Sería porque nunca había estado con otro hombre? ¿Por la novedad de la situación? Era otra pregunta más que Max no podía responder. Lo estudió a escondidas, fijándose en la delicadeza de su perfil, en sus ricos labios y en las piernas largas y esbeltas que tenía cruzadas y estaban ligeramente en tensión.
Aunque Max sabía que no estaba contento de estar allí, no pudo evitar sentir una mezcla de deseo y satisfacción. Apartó su ordenador portátil y le pidió a su ayudante que fuese a hacer su trabajo.
Sergio miró a Max de reojo, rindiéndose a la terrible fascinación que literalmente la consumía en su presencia. Sintió su preocupación y se preguntó si estaría pensando en él. Luego se arrepintió.
No quería su atención, nunca había querido su interés, se reprendió a sí mismo. Pero ¿cómo encajaba aquello con la traicionera satisfacción que le producía el hecho de que la encontrase tan atractivo?
Había algo en su interior que aplaudía la atracción que ambos sentían, algo con lo que no podía terminar, algo que lo asustaba porque parecía estar fuera de su control.
–¿Te gustaría beber algo?– le preguntó Max suavemente.
–Agua, solo agua, por favor...– respondió Sergio, al que se le había quedado la boca seca al mirarlo a los ojos.
Pensó que no sería buena idea beber alcohol si quería mantenerse alerta. Max tenía unos ojos increíbles y él se puso colorado solo de pensarlo.
Max tocó el timbre y una azafata apareció para atenderlos. Inquieto como un gato salvaje, Max se puso recto y observó cómo Sergio bebía el agua. El temblor del vaso en su mano era casi imperceptible. Sergio podía luchar contra ello todo lo que quisiera, pensó triunfante, pero se sentía tan atraído por él como él por Sergio.
Alargó la mano para quitarle el vaso y dejarlo a un lado y ll hizo ponerse en pie. Él lo miró sorprendido.
–¿Qué pasa?– inquirió, nervioso.
–Voy a besarte– murmuró él con voz ronca.
Aquello lo tomó completamente desprevenido.
–Pero...