El Reflejo De La Locura

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En la vasta y opulenta habitación de su palacio, Lucian se encontraba solo, despojado de las vestiduras que normalmente adornaban su figura. Estaba completamente desnudo frente a un espejo imponente que reflejaba no solo su físico perfectamente esculpido sino también las sombras de su alma.

La luz de la luna, filtrándose a través de las ventanas altas, bañaba su piel en un resplandor pálido, acentuando cada línea y cada músculo con una precisión casi cruel.

Lucian observaba su reflejo con una mezcla de admiración y desdén. Su cuerpo, perfecto como una obra de arte, era un testimonio de su poder y control. Pero detrás de esa perfección, se escondía un abismo de oscuridad y tormento.

Sus ojos, normalmente fríos y calculadores, ahora brillaban con una intensidad perturbadora, reflejando las batallas internas que nunca podía ganar.

Frente al espejo, Lucian veía los contrastes que definían su existencia. Por fuera, era un dios entre mortales: hermoso, carismático, imponente. Pero por dentro, era una tormenta de inseguridades y obsesiones.

Sentía que cada admirador, cada conquista, era solo un reflejo vacío de su desesperada necesidad de ser amado y aceptado.

Mientras seguía mirando su reflejo, algo comenzó a cambiar. La figura que veía en el espejo se distorsionó, y lentamente, en lugar del hombre poderoso y controlado, apareció un niño de ocho años.

Lucian dio un paso atrás, su corazón latiendo con fuerza al ver ese rostro joven y vulnerable, el rostro que había intentado olvidar durante tanto tiempo.

El niño en el espejo tenía los mismos ojos oscuros, pero llenos de miedo y confusión. Era un reflejo de la inocencia perdida, de los sueños destrozados por la crueldad de sus padres.

Lucian podía escuchar los susurros de su madre, exigiendo perfección, y los gritos de su padre, exigiendo fuerza.

— Lucian, debes ser perfecto. No puedes fallar. No puedes mostrar debilidad — repetía la voz fantasmal de su madre, resonando en su mente como un eco eterno.

El niño en el espejo comenzó a llorar, y Lucian sintió una ola de emociones que había enterrado durante años. Las lágrimas del niño eran un recordatorio de la brutalidad que había sufrido, de la locura que sus padres habían sembrado en su mente. Cada lágrima era un grito de auxilio, una súplica por la compasión que nunca había recibido.

Lucian cerró los ojos, tratando de escapar de ese reflejo, pero las imágenes persistían. Los problemas psicológicos que lo atormentaban eran como cadenas invisibles, atándolo a un pasado del que no podía huir.

Su obsesión por el control, su necesidad de poseer a aquellos que no caían ante sus encantos, eran manifestaciones de esa infancia rota. La perfección exterior que proyectaba era solo una fachada, una máscara para ocultar el caos interno.

Al abrir los ojos de nuevo, el reflejo del niño había desaparecido, y Lucian vio su propia imagen, ahora más clara y aterradora que nunca. Sabía que la sombra del niño siempre estaría con él, un espectro de su pasado que alimentaba su locura y su obsesión.

Mientras Lucian luchaba con sus demonios interiores, en el centro comercial, Elena trabajaba incansablemente en la nueva vitrina. Esta vez, había decidido recrear una escena que había quedado grabada en su memoria: la fiesta en el palacio de Lucian.

Utilizando maniquíes y diversos objetos, había montado una escena de lujo y elegancia, un salón opulento lleno de invitados vestidos con trajes de gala.

Los maniquíes, colocados con precisión, representaban a los invitados de la fiesta. Cada detalle estaba meticulosamente cuidado: los vestidos elegantes, las joyas brillantes, las copas de champán alzadas en un brindis perpetuo.

En el centro de la escena, un maniquí masculino, imponente y carismático, representaba a Lucian. Su figura dominaba la vitrina, reflejando el poder y la atracción que ejercía sobre todos los presentes.

Elena, con su delicadeza habitual, ajustaba los últimos detalles. Colocó un maniquí femenino junto al de Lucian, una figura etérea y serena que representaba a ella misma. La expresión de los maniquíes, aunque inanimada, capturaba la esencia del momento: la fascinación y el peligro, la atracción y la repulsión.

Mientras trabajaba, Elena no podía evitar reflexionar sobre el encuentro en el palacio. La intensidad de Lucian, la forma en que su presencia parecía llenar cada espacio, la había dejado inquieta.

Sentía que había algo oscuro y profundo en él, algo que la atraía y la aterrorizaba al mismo tiempo. Su intuición le decía que debía mantenerse alejada, pero una parte de ella no podía evitar sentirse fascinada por ese misterio.

Cuando finalmente terminó, dio un paso atrás para observar su trabajo. La vitrina era una obra de arte en sí misma, una recreación perfecta de la fiesta que había vivido.

Pero más allá de la belleza y la elegancia, Elena sabía que había capturado algo más: una advertencia, un recordatorio de los peligros que acechaban detrás de las máscaras de la perfección.

Desde lejos, Lucian observaba la vitrina con una mezcla de admiración y deseo. Ver a Elena, tan dedicada y apasionada, solo aumentaba su obsesión. Sabía que debía poseerla, que debía hacerla suya. La imagen de la fiesta, de los maniquíes representando ese momento, era un recordatorio constante de su objetivo.

— Eres mía, Elena — murmuró para sí mismo, sus ojos fijos en ella — Aún no lo sabes, pero serás absolutamente mía.

Y así, mientras la noche caía sobre la ciudad, los hilos del destino seguían tejiéndose. Lucian, atrapado en su propia locura y obsesión, y Elena, atrapada entre la fascinación y el peligro, avanzaban hacia un desenlace inevitable, una danza entre la luz y la sombra que no podía ser detenida.

 Lucian, atrapado en su propia locura y obsesión, y Elena, atrapada entre la fascinación y el peligro, avanzaban hacia un desenlace inevitable, una danza entre la luz y la sombra que no podía ser detenida

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