-¡Oh, pobre de mi amada hija! No tenerla aquí conmigo es una verdadera agonía. Pensar en los sufrimientos que debe estar soportando es una tortura insoportable para mí-
Doris caminaba entre lamentos que, si bien no del todo exagerados, transmitían la profundidad de su angustia. Sus ojos, tan intensos como el océano, se humedecían mientras se secaba delicadamente las lágrimas que rodaban por sus mejillas con un pañuelo de seda finamente bordado.
Nerissa seguía a su madre en silencio, observando cómo el largo y ondulado cabello de Doris, de un azul casi sobrenatural, se balanceaba al compás de sus pasos cargados de pesar.
-Hace apenas unos días te veía rebosar de alegría- la voz calmada y serena de Nerissa detuvo abruptamente el andar de Doris, quien se volteó hacia su hija más joven con una expresión de seriedad en su rostro -creí que estabas feliz por ella-
-Y lo estoy, Nerissa, no hay mayor alegría para mí que ver a mis hijas casadas y asentadas. Sin embargo, no esperaba en lo absoluto que tu padre uniera a Anfitrite con ese... hombre tan despreciable a mis ojos- el semblante luminoso de la mujer se ensombreció de pronto al recordar a Poseidón, soltando un profundo suspiro -me sorprende que Poseidón haya aceptado tal unión, considerando la actitud que él siempre ha tenido-
Nerissa guardó silencio, comprendiendo bien que su madre pudo haber impedido el matrimonio de Anfitrite con Poseidón si así lo hubiera deseado. Pero no lo hizo, pues era consciente del gran poder y la alta posición que el dios del mar ostentaba entre los Olímpicos.
Casarse con uno de los hermanos olímpicos, especialmente alguien como Poseidón, sin duda traería gran prestigio y reputación a la familia. Es decir, no todos los días el tirano de los mares aceptaba unirse en matrimonio y Nerissa sabía que, a pesar de las reservas que Doris pudiera tener, aquel enlace representaba una oportunidad inigualable para mejorar el estatus social de su linaje.
Aunque el costo fuese el sufrimiento de su propia hija.
-Iré a dar un paseo- fue lo único que dijo Nerissa antes de seguir su camino, deseando salir del palacio en cuanto antes con una expresión afligida en su semblante.
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El mar, imponente e inquieto, parecía reflejar las turbulentas emociones que se entremezclaban en el interior del corazón de la nereida. Nerissa caminaba de un lado a otro a la orilla del océano, sumida profundamente en sus pensamientos. Sentimientos de tristeza, desesperación y frustración la embargaban por completo.
El matrimonio de su hermana con Poseidón había sido una verdadera sorpresa para todos, especialmente para ella cuando la noticia salió a la luz. Ahora, lo único que podía hacer era reprimir y esforzarse por matar todo lo que aún sentía por aquel hombre, que ahora era su cuñado. Dando un sollozo ahogado, extrajo de su bolsillo una perla que cargaba con innumerables recuerdos. Había contemplado incontables perlas a lo largo de su existencia, pero aquella que ahora sostenía en la palma de su mano era la más exquisita de todas ellas, un presente ofrendado por el propio Poseidón que había llevado consigo desde entonces, atesorándola como un tesoro invaluable.