Le pagó al taxista, se apeó del coche y se quedó mirando hacia la vieja casa familiar en la que se había criado. Entró. Olía a polvo y a humedad. Los recuerdos lo empezaron a marear. No quiso verla. Salió al jardín delantero y se encontró mejor. Decidió entonces que la vendería.
Al regresar a su pequeño piso en la ruidosa ciudad, se echó a llorar.
Al cumplir los dieciocho años se había puesto a buscar trabajo con fervor para independizarse cuanto antes. Su padre maltrataba a su madre; a veces también él. Encontró un oficio en un taller de la Ford que llevaba un primo lejano de su madre. Allí aprendió todo lo que sabía. Pero, a pesar de que tan solo habían pasado dos años desde entonces, y a pesar de que hacía solo dos semanas que había dejado el trabajo, para él aquella vida quedaba ya muy lejos. Se dedicaba, desde el asesinato de su madre a manos de un demonio hacía exactamente dos semanas, al oficio de cazador de demonios.
Su padre estaba desaparecido. No se había encontrado su cadáver; pero estaba desaparecido. Él sabía que también estaba muerto. Por eso vendería la casa.
En su trastero guardaba varias escopetas, que no era escopetas normales. También balas que no eran normales, y toda clase de artefactos y armas fuera de lo común. Todos estos habían sido fabricados por unas personas expertas en esos seres malignos, conocedoras tanto de su anatomía como de sus costumbres y por lo tanto también de los mejores métodos para su exterminio. En su muñeca lucía permanentemente lo que parecía un reloj digital, y que era en realidad un detector de aura demoníaca: detectaba cualquier demonio o cosa salida de aquellas horribles profundidades que constituían el Infierno. Este empezó a vibrar; así le avisaba de que algo que debería estar allá abajo se encontraba allí arriba.
Su corazón dio un vuelco. Se sintió desfallecer. El detector le indicaba una fuerza demoníaca altamente poderosa, para la que necesitaría unas armas mucho más potentes que las que en aquel momento tenía a su alcance en su trastero, y la cual se encontraba nada más y nada menos que en su cocina. Si salía de la estancia en la que se encontraba, lo vería. Y por lo tanto lo mataría. Si se quedaba donde estaba, se arriesgaba a ser descubierto y también lo mataría. No tenía manera de comunicarse con nadie que lo pudiese ayudar. Oía los pasos del horrible ser en la cocina. Se acercaba a su posición. Empezó a temblar. La puerta del trastero se abrió.
Ante él apareció un ser, de forma parecida a la humana, con la diferencia de que tenía cuernos en las sienes y una cola tras de si. Estaba semidesnudo, por lo que su esbelto y musculado tronco quedaba al descubierto. Sus brazos, en los que pudo advertir unas gordas venas azules, se unían a unos hombros anchos y fuertes. Si su aspecto concordase con su edad en términos humanos, tendría más o menos la misma que él.
La apuesta criatura infernal le dirigió una mirada afable, que contrastaba con su expresión de pavor. Creía que lo iba a matar.
No lo hizo.
Le dijo:
- He venido desde mi lejano hogar buscándote a ti, Renato.
Al ver que la cara de espanto del humano no se modificaba, añadió:
- No temas; no he venido a hacerte daño, sino a proponerte un trato.
Se sentaron en la cocina. El cazador pensó en engañarlo para matarle. Pero habría sido en vano; no tenía un arma lo suficientemente potente para acabar con un ser de tal poder como le anunciaba su detector. De modo que se sentó en la mesa de la cocina, dispuesto a escucharle, y aguardando su muerte.
La voz del demonio era grave, tan sensual como el resto de su cuerpo. Él sabía que los demonios se presentaban con esta apariencia, precisamente, para que los humanos en ellos, para que se enamorasen, para poder chuparles la energía hasta absorverlos por completo. Y, normalmente, a los cazadores los mataban nada más verlos. Rara y temible era esta excepción.
- Antes de proponerte el trato, querría que supieses esto: yo maté a tu madre - anunció.
Se volvió loco. Arremetió contra el, le gritó, le pegó. Intentó en vano hacerle daño. Ninguna marca quedó en su cuerpo, sin embargo.
Creyó que el demonio lo mataría. Puede que él desease que lo matara. En lugar de eso, le dijo:
- El trato es bueno. Si alguna vez reconsideras tus relaciones conmigo, invócame. Sé que sabes cómo hacerlo, cazador de demonios.
Pronunció estas últimas palabras como con burla. ¿Por qué?
Se fue sin decirle cuál era ese trato. Lo dejó boquiabierto y trastornado. Creyó que esto debió haber sido un sueño. Creyó estar muerto. Pero no era ni una cosa ni la otra.
A la ida del demonio de impronunciable nombre, no pudo dejar de pensar en él. En sus maneras, en su voz. En su cuerpo.
- Genial - se dijo a si mismo - . Ahora estoy enamorado de un demonio. De hecho, del que mató a mi madre. ¿Qué será lo siguiente?
En lo sucesivo, lloró todas las noches.
Lo que él no sabía era que había alguien consolando su llanto en la oscuridad; alguien velando su sueño y sus pesadillas en las que veía morir a su madre de nuevo; alguien que se retiraba por la mañana lanzándole un beso por el aire. Alguien capaz de causar mucho dolor. Sin embargo, también alguien lleno de un gran amor.