Cuando los paramédicos la metieron en aquella ambulancia camino del hospital, Lía se moría; cuando llegaron, ya estaba muerta. Había sido una joven de diecisiete años, de pelo rizo, morena, llena de pecas. Siempre llevaba en el pelo una diadema elástica, y en la expresión una tonta radiante felicidad.
Sara había encontrado desmayada a su hermana en el suelo de su salón. Tenía veinticinco años, se parecía mucho a Lía. Habitaban las dos solas, las dos juntas, en un pisito a las afueras de una ciudad pequeña y barata, sin mucho que hacer, sin mucha gente que las fuese a molestar. Su padre las había abandonado, su madre estaba muerta de cáncer. La única familia que les quedaba era unha tía abuela que vivía en otra comunidad autónoma, a la que pocas veces habían visto y menos conocían. Así, lo único que tenían estas muchachas, lo único, era a ellas mismas. La una a la otra. Una tenía a su hermana y la otra a la suya.
Por desgracia para el demonio que le fue absorviendo el alma a Lía, su hermana mayor no tenía un pelo de tonta.
Sara la vio que se la llevaba la eternidad una mañana invernal. Caían los copos de nieve como hadas cansadas que quisieran ir a posarse al suelo. No hacía frío, solo había que abrigarse. Nadie abrigaba a la hermana pequeña. Al fin y al cabo, era un cadáver, no sentía.
Se velan los muertos, se les organiza una despedida, se les llevan flores, se los pone guapos, con la ropa de los domigos, se los maquilla para sacarles esa expresión mortuoria, ese último recuerdo de la vida que les queda a los muertos, esa última expresión antes de morir, la impresión de la muerte. Pero no se los abriga. Poco o nada le importaba esto a Sara, pero a Javier sí. El enfermero al que le da miedo la ida, le asusta el más allá, se hace un ovillo ante la imperturbabilidad de la hora del fin. Este hombre estaba asustado.
Por lo demás, nadie excepto Sara y este hombre se veía perturbado por la prematura muerte de la desgraciada.
La hermana mayor salió del hospital con la certeza de que se hallaba sola en el mundo. No tenía a nadie, lo había perdido todo. No tener a nadie es como no tener nada. ¿Por qué tener comida, o un techo bajo el que dormir y gorecerse en las frías noches lluviosas, no siendo querida por ni un alma sobre la tierra? Llega a tener que echarse a dormir al raso y comer la basura de sus vecinos y Sara estaría en un estado mental similiar a este mismo.
Javier no sabía cómo se equivocaba. No hay que tenerle miedo sino a aquel que conoce la verdadera soledad. El enfermero ignoraba que a lo que le tenía que tener miedo no era al estado de la hermana pequeña, sino al de la mayor. Porque ella era alguien que no tenía nada que perder. La soledad hace que una vida no valga nada. ¿Qué más le da a alguien solo el perder su vida? ¡Le da igual!
¿En qué se convirtió Sara, entonces? En un ser sin valor, sin nada que perder, sin miedo a la guerra y sin miedo a la sangre. Además, estaba enfadada.
Se convirtió, pues, en una cazadora.