Capítulo I

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El fino murmullo del agua fluyendo en la fuente sobre mi escritorio acompañaba las vocales teclas de mi computadora. En una suerte de sinfonía casi monótona a la que poco más que nada se le presta atención, y no es sino hasta que el silencio llega, que se averigua el cambio y se exige el retorno; es que, dentro de lo absorto que me encontraba, el grito lejano de un desquiciado vino a atravesar las casi imperturbables paredes de mi oficina; bien al asomarme por la ventana como hombre curioso, divisé a un señor mayor, vagabundo, con las ropas sucias y holgadas, rotas y creo que pude ver que llevaba un solo teni en la misma calidad que sus prendas; gritaba cosas que, amortiguado por las paredes, no se entendían. Los brazos desnudos se extendían al cielo y su cuello se doblaba en un arco casi grotesco. Bien estaba parado a mitad del cruce, ocasionando un tráfico tremendo y un mar de cláxones e insultos. Molesto por el ruido cerré las cortinas de la oficina y regresé al escritorio. La ciudad se está llenando de locos, pensé.

Antes de regresar a mis labores, me dediqué a observar en silencio mi escritorio, buscando tal vez, algo que hacer que no fuera mirar el monitor y copiar datos del papel a la máquina. Todo conservaba su lugar, la grapadora, la libreta, el recipiente con las plumas, las carpetas, los papeles, hasta los íconos del escritorio estaban organizados por un sistema de fácil acceso y rápida búsqueda.

Eran cerca de las dos de la tarde. El ritmo del agua y las teclas volvieron. Y sin embargo, me vi en ese momento abrumado por la vida, mis manos se movían de forma automática, mis ojos apenas procesaban la información de los papeles. El mismo proceso de siempre, de lunes a viernes, me fue imposible no pensar en lo ridículo que me parecía todo, lo monótona que era mi vida, la rutina que erosionaba lo poco que me quedaba de cordura. Cuando menos lo pensé, ya estaba preguntándome cosas por las que ha mucho tiempo, me quitaban el sueño, preguntas que cualquier ser humano con un mínimo de conciencia de la vida, se plantea, tanto así lo creo, que veo irrelevante plasmarlas en papel, para el desarrollo de mi historia. Basta decir que en medio del horario de trabajo, tuve una fuerte crisis existencial como las que surgían de forma espontánea cuando tenía veinte. Qué recuerdos.

En tales circunstancias escuchaba los inentendibles y desafinados gritos de aquel loco que, sorprendentemente, aún no había sido detenido. En cuestión de todo, me pareció curioso no escuchar la guerra descarnada que había antes. De todo apenas se escuchaban autos pitar y acelerar para que, pronto el conductor, habiendo pasado al enfermo, llamarle loco, así por lo bajo de los insultos.

Saturado tal vez, por la tensión de los gritos, las dudas existenciales y la conciencia de estar haciendo nada con mi vida; es que, al mal formarse mi entorno, me descubrí de pie junto a la puerta de entrada de mi oficina, con la mano mojando el pomo de la puerta. Debía tomarme un descanso, ir a la cocina, hablar con alguien, largarme, aunque sea por un momento, de la fuente y del teclado, de los gritos y la monotonía. Era preciso despejar la mente, vaciar un poco de la ansiedad en una plática infructífera sobre el cambio climático con Alejandra, quien era una chica con tendencias ambientalistas y quien propuso a bien de todos, usar una cafetera con filtro permanente, dejar nuestras tazas y cucharas, reducir el uso del plástico y otras cosas más; quizá podría encontrarme con Jaime y hablar un poco de la tecnología, de los últimos avances en la inteligencia artificial y cómo busca ocultar que lo usa para automatizar sus tareas laborales; incluso si me encontrara al director en el pasillo, sería capaz de hablar con él de la inflación y el se quejaría conmigo del costo de la gasolina aunque tenga un auto eléctrico. En ese preciso momento podía hablar de lo que sea con quien sea con tal de no estar solo con mis propios pensamientos.

El calor de mi mano calentaba el pomo. Me inundó un miedo profundo. Sin motivo aparente. Claro que me pregunté de dónde provenía, no hubo respuesta. El suave chasquido de la puerta al girar el mecanismo, solo logró perturbarme más. Contuve el aire por un momento. Lentamente abrí la puerta. Un aire de irrealidad golpeó mi rostro. Necesitaba un café, y si en el camino, por mera casualidad, me cruzaba con Luis, le pediría un cigarro y le preguntaría, probablemente temblando, si no llevaba algún trago para compartir. Temblando. Sí, porque eso estaba haciendo entonces. Debía calmarme. Dejar de pensar. De soltar las manos que, después de atravesar el marco de la puerta y avanzar un poco por el pasillo, no había notado que estaban unidas como si quisieran destruirse una a otra. Un tic nervioso que hacía años que no ocurría.

L'ultimo erroreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora