Capítulo II

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Quizá el morbo era más grande que otra cosa en ese momento, porque ya dentro de la oficina, aturdido por los gritos que aún resonaban en mi cabeza, lo primero que hice, fue observar a través de la ventana para cerciorarme de que lo que había visto con mis ojos; al vagabundo reducido a nada, era cierto. De entre toda la gente que seguí ahí, de entre aquellos que se estaban matando a golpes, de entre todos los cuerpos que estaban regados por el suelo, resaltaba al centro, una imagen bizarra, que sería visceral describir. El vagabundo era solo ropa y pedazos de cuerpo, de él nada quedaba ya.
Ya había vomitado en el bote en cuanto abrí la puerta de la oficina, pero al ver el panorama, me fue inevitable volverlo a hacer. Ni siquiera sabía porqué estaba en la oficina, qué era lo que venía a recoger o qué era lo que quería lograr, aún no entendía que de tiempo restaba restaba ya menos.
Había trabajo que hacer, así que me limpié la boca y me senté frente a la computadora a terminar el trabajo, guardé el archivo para luego enviar un correo adjunto al gerente y al director; mi hora de salida era a las tres de la tarde. Antes de apagar la máquina, miré la esquina inferior derecha. las 2:58. Me levanté, de uno de los cajones saqué mi libreta de notas, una libreta naranja donde anotaba cualquier cosa que creyera necesario.
La puerta de mi oficina se abrió entonces. Felipe estaba en pie al umbral de la puerta, mirándome con esos ojos de odio, con los ojos de un asesino; rápidamente mi instinto se activó, la punta de los dedos comenzó a helarse, el sudor de mi cuerpo brotó de los poros, y el pulso se aceleró. Él me miró por un instante para luego, con un rugido correr hacía mí. Yo no sabía pelear, él me tomó de la camisa y mientras yo intentaba defenderme, golpeó mi cara; mi libreta contraatacó e impactó en su cuello y su mejilla, luego la solté; no me dolían los golpes, pero seguramente se trataba de la adrenalina. Él volvió a golpear, pero esta vez pude esquivar el golpe, entonces con todas mis fuerzas arremetí contra sus costillas, pude ver en su cara el dolor, mi rodilla también golpeó su abdomen, él golpeaba mi pecho y mi estómago; a mi se me fue el aire y lo solté, él me empujó y antes de caer al suelo me miró.
–Eres un imbécil, ¿sí lo sabías? –me dijo mirándome con ese mismo odio.
–!¡Jódete! –le dije yo como pude porque el aire se me escapaba; juntaba todas mis fuerzas para no caer de rodillas frente a él.
–Siempre quise hacer esto.
Yo sostuve su mirada entonces. ¿Qué podía decir? nada que no supiera ya.
–Ten un buen final. Idiota –dijo, escucpió al suelo y salió por donde vino. Nunca más supe de él.
Al fin los golpes empezaban a doler, seguramente no tardaría mucho en que la cara se empezara a hinchar. Me quedé un momento tirado en el suelo observando la puerta abierta. Los gritos en la calle habían disminuido, pero no habían cesado. Evité mirar por la ventana, ya había visto suficiente.
Tomé la libreta del suelo y pronto busqué la hora. La estúpida pelea me había robado seis  minutos de mi tiempo. El último tiempo que contaba, y el único pensamiento que salió de mi cabeza entonces fue la voz de Sofía preguntándome porqué no estaba con ella entonces. Saqué de mi bolsillo el celular e intenté marcarle, fue inútil, las líneas estaban saturadas; iba a ser igual de inútil ir en carro, las calles estarían invadidas de autos y personas, si quería ir con ella, debía andar, debía ir a pie, si lo hacía rápido probablemente llegaría en cuarenta minutos.
Sentí el peso de mis llaves en el bolsillo izquierdo, cuando las saqué me quedé un rato mirándolas, cinco años me tomó pagar el maldito auto para que ahora no pudiera usarlo, cinco años de mi vida en un trozo de metal que ni siquiera puedo conducir si quiero estar vivo al llegar a casa de Sofía. No pude evitarlo, saqué las llaves del auto y las dejé tiradas.
La oficina estaba como pocas veces en la vida: desordenada. Los papeles otra vez estaban regados, las plumas tiradas por el suelo, las sillas ya no estaban en su lugar, y hasta el monitor de la computadora estaba tirado, mostrando su pantalla derrotada y deshecha, seguramente por el peso de algún codo infortunado que golpeó de lleno contra él. Suspiré. Puse la libreta bajo mi hombro y me dispuse a salir de la oficina, el pasillo se recortó en tiempo, y la salida por las escaleras también.
No sabía cómo sentirme al respecto con todo lo que estaba pasando y lo que creía que iba a pasar, no sabía si sentirme triste o molesto, si estaba reprimiendo mis impulsos de gritar o las de llorar. Con la libreta bajo el brazo, con el rostro probablemente hinchado, un celular sin señal, un auto que no servía para nada más que para observarlo, un trabajo en la oficina que ahora se sentía como una pérdida de tiempo. Me vi envuelto en la ceguera de lo que no quiero ver; no veía los autos chocados ni los cristales rotos, no veía los cuerpos ensangrentados ni las llamas de algunos edificios, no veía la masa de gente que corría buscando a no sé quién, y menos podía mirar desde mí mismo, en cambio me sentía fuera de mí, como una tercera persona, yo no controlaba mi cuerpo, este andaba, con un rumbo en específico al que no quería reconocer que quería ir. No había música, no había cielo en el que el sol existiera; el mundo se sentía vacío.
Un par de minutos más tarde acepté mi caminata, acepté mi destino, buscaba a Sofía, si iba a pasar el fin del mundo con alguien, sería con ella…
No pude evitar sentirme culpable, mis padres. Ellos estaban cumpliendo cincuenta años de matrimonio, y habían decidido por primera vez, visitar el mundo, entonces, deberían estar en Italia, probablemente hayan estado en algún café, o comiendo algún espagueti en alguna forma que solo los italianos saben hacer; probablemente se hayan mirado después del mensaje, y las lágrimas de mi madre debieron asestar un golpe tremendo a mi padre, él le habrá tomado las manos, y con el llanto en los ojos, y sin mediar palabra, seguramente le haya dicho que la ama. Yo no estaba con ellos, y me lamentaba por no estarlo. Noté que estaba llorando cuando el ardor de los ojos fue evidente, cuando la caricia de una lágrima rodó por mi mejilla. Entonces me detuve a mirar a mi alrededor.
Qué fácil fue deshacer el mundo, qué fácil era corromper al hombre, basta decir que sus acciones no tienen consecuencias más allá de la muerte para que este comience a destrozarlo todo, basta decirle que la vida carece de importancia para que el hombre empiece a romper cuellos. A veces, es ideal hacer ciertas pausas, detenerse a contemplar la belleza del desastre, para luego contemplar la belleza de la imperfección, apreciar lo roto y las ramas torcidas. En ese momento, me pareció bello el baile de los semáforos, tres pintándose de rojo, uno en alto color verde, pronto parpadeaba y se escondía, cedía su lugar al siguiente. Qué tonto me sentía también, qué clase de loco se quedaba mirando los semáforos apagándose y encendiéndose.
Alguien entonces pasó corriendo y me empujó, sacándome de mi trance. Él siguió de largo, apenas pude ver su cara, su cabello largo, era un hombre que corría a no sé dónde. En un acto autómata, miré mi reloj, eran las 3:32.
Aceleré el paso. Seguí el ejemplo del sujeto y empecé a correr, faltaban algo más de diez cuadras para llegar a casa de Sofía, así que desgasté hasta el último de mis alientos, braceaba como nunca lo había hecho, y mis piernas seguían un ritmo que no había tenido desde hace más de ocho años, el corazón acrecentó en su ritmo y mi respiración estaba controlada; ya nada me importaba que la gente me viera correr, y a la gente mucho menos le importaba verme hacerlo, solo era uno más que corría -para ellos- sin un destino fijo.
En la esquina de la cuadra donde ella vivía, me detuve un momento a tomar aire; saqué el celular de la bolsa para abrir la cámara y verme; no estaba tan grave, solo un poco hinchado el cachete, probablemente ni siquiera lo notaría. Me limpié el sudor de la frente y el bigote, volví a mirar el reloj, tres minutos nada más, no pude evitar sonreír. Sí, estaba cansado, pero estaba, dentro de lo que cabe, feliz, había olvidado por un momento todo, solo estaba concentrado en correr, en ganar tiempo. Unos segundos después, repuesto, fui a la casa amarilla donde Sofía vivía.
La puerta de la casa estaba abierta, eso me tomó por sorpresa, tenía el presentimiento de que algo no estaba bien, estuve por tocar el cancel cuando la vi pasar; el estómago me dio un vuelco, caminaba rápido, llevaba puesto un short y una blusa azul a juego; un hilo de humo paseaba por el aire, llevaba un delicado cigarro en su mano izquierda. Ella no notó mi presencia, así que decidí pasar. Me quedé en el marco de la puerta, podía corromper la entrada, pero no pasar sin permiso o invitación, asomé un poco la cabeza al interior, el olor a cigarro indicaba que había estado fumando más de lo habitual. Sofía estaba en el sillón, observándome.
–¿Qué haces aquí? –Cuestionó con los ojos fijos en mí, la pierna cruzada, el cigarro recién llevado a la boca, casi lo sentí actuado, como si de alguna forma esperara que yo llegara solo para cuestionarme con esas tres palabras.
–Yo… –no sabía qué decir, la pregunta me había dejado más anonadado de lo que esperaba. La felicidad se había ido por donde había llegado.
–Fidel, te lo vuelvo a preguntar, ¿Qué haces aquí?
–Yo. Vine a verte, pensé que querrías compañía.
–¿Qué te hace creer que la quiero, Fidel? –Yo estaba apunto de responder algo, solo abrí la boca, porque ella continuó. –¿Eh? La vida se fue al carajo Fidel, lo último que quiero es la compañía de alguien, quiero estar sola, quiero acabarme la garganta fumando –se puso en pie y miró hacia el patio. Se quedó callada un momento.
–Pero…
–No hay peros, Fidel. !¡Esto no tiene puta solución! –Grito mientras aventaba el cigarro encendido al suelo. Pronto se dirigió a mí, con una decisión tangible, un aura de peligro se apoderó de mi cuerpo, empecé a sentirme frío. –¡Maldita sea Fidel! ¿Por qué sigues aquí? ¿De verdad no entiendes que no te quiero ver? ¡Lárgate, carajo!
Yo me quedé paralizado, como si el mundo hubiera dejado su curso y hubiera decidido irse del Sistema Solar. Entendía lo que decía, pero no el porqué, así que pregunté.
–¿Por qué?
–Porque sí Fidel, no hay más, no te quiero ver, quiero que te largues.
Entonces intenté acercarme a ella con los brazos extendidos, quería abrazarla, pero entonces ella golpeó mi pecho a puño cerrado y repitió a voz en grito que me fuera, yo le intenté sostener las manos, pero ella continuó golpeando un par de veces, luego se tiró al piso llorando.
–Solo quiero que te vayas. Solo quiero que me dejes sola, Fidel. Ya no sé qué decirte para que me dejes en paz, solo quiero estar sola, no te quiero aquí, esto se acabó –Intenté acariciar su cabello, pero en cuanto sintió mi mano, me la quitó de un manotazo y luego gritó de una forma que jamás creí que escucharía a alguien, y mucho menos de ella.
–¡No me toques!, vete por favor.
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Eran las 4:12 cuando llegué a casa
En todo había un aire de irrealidad, desde el sonido de las llaves y el chasquido cuando el seguro de la puerta bota, hasta las arrugas del sillón y el reflejo de las botellas; la extraposición de mi cuerpo estaba más allá de lo descriptible. No manejaba siquiera mis pensamientos, de manera automática me tumbé en el sillón, sin prestar atención a mi entorno. Todo llegaba en ese momento. “Esta casa dejará de existir” pensé, y entonces sentí la suave textura de la tela, fui consciente de que estaba vestido entonces, que llevaba puestos unos pantalones que también iban a dejar de existir. “Yo mismo dejaré de existir”. En mi centro se generó un vacío particular, una sensación que solo se acerca a aquella cuando tiene noción sobre lo finita que es la vida, lo frágil que es, cuando uno cae en cuenta que algún día debía de morir, cuando uno realiza que finalmente, respirará por última vez, que uno adopta conciencia del miedo a dormir y dejar de despertar. Daba miedo saber, y poco más costaba admitir la idea de que al día siguiente, de que hoy vería por última vez la luna, de que este sería mi último atardecer, de que nada importaba y nunca nada importó, que había desperdiciado mi tiempo; que ni los creyentes, aquellos que adoraron a un dios a ciegas, aquellos que basaron su vida en la fé, de que aquellos que hicieron el mal, de que incluso aquellos monstruos humanos. Todos, tendríamos el mismo final. Los niños, los ancianos, los animales, los poderosos, los ricos, los enfermos, los maestros, los poetas, los artistas, los músicos, los billonarios, los ciegos, los rotos, los sintecho, los recién nacidos, mis padres… Un dios vestido de viene un día cualquiera a decirnos que es todo, y que solo hay un día para manejar esta información, la gente sabe de esto, la gente comprende las palabras, pero no comprende el hecho de que esto es una realidad, de que existió siempre algo materialmente y conscientemente superior a nosotros, un ser que trasciende la propia existencia, que rompe esta ley de lo que es el propio entendimiento de lo que significa la palabra, ¿cómo puede existir algo después de que todo deje de existir? ¿cómo puede siquiera algo realmente acabar con todo solo con desearlo? y es que pensar en un todo, como una totalidad como supone el entero de lo que existe en este instante, es simplemente incomprensible.
Ni siquiera sabía qué estaba buscando entre los materiales y la herramientas, pero ahí estaba yo, rebuscando en el silencio, disociado entre mi propia mente, divagando en el universo de mi propia cabeza, sopesando la idea de que todo lo que estaba haciendo en el momento era completamente inútil  y pasajero.
Dentro de este pequeño universo creado en mi mente, solo podía pensar en lo absurdo que parecía todo. Pensé en la definición de esta palabra. Absurdo es que carece de sentido, que es contrario a lo lógico; y absurdo se sentía pensar en ello, porque todo estaba ya destinado a terminar. Me sentía estúpido otra vez. ¿De qué me servían entonces los libros que leí? ¿para qué servían las citas con el terapeuta? ¿para qué servían los relojes que compré, los celulares que adquirí a lo largo de la vida, la colección de audífonos, la máquina de escribir, las salidas con amigos que desaparecieron, los probablemente cientos litros de cerveza bebidos, las películas que vi y mis pobres conocimientos sobre fotografía y color, el dinero que logré amasar? Una sonrisa escapó en mi rostro, vaga, casi imperceptible, pero una fugaz felicidad, ¿de qué le servían los miles de millones de dólares a Zuckerberg ahorita? ¿estaría con la élite en este momento, con gente a su mando aún, gente con ningún otro motivo en la vida más que la de servir o sentir que su normalidad sigue en curso hasta que llegue el inevitable final? ¿habrán despegado ya en cohetes hacia el universo sideral? ¿habrán clonado sus conciencias en máquinas? ¿habrán tenido la capacidad de comprender lo que significa el todo cuando este dios dijo que todo cuanto conocemos dejaría de existir? ¿habrán comprendido que nada los iba a salvar, que más allá de él, nada más iba a dejar rastro alguno?
Comprendí entonces qué era lo que estaba buscando. Dónde dejar colgado mi cuerpo. Adquirí un poco de conciencia para esto, y me sentí aún más tonto, en casa no había forma de hacerlo. Regresé la soga a su estado normal y la dejé en su lugar.
No sabía si lo había imaginado, porque el instante siguiente en el que adquirí conciencia de mi entorno, de notar que, en efecto,  estaba sentado en el sillón, que miraba hacia mi librero, que la pantalla de la televisión estaba apagada, que un pobre reflejo de un hombre llorando con esos matices negros se asomaba; no sabía si lo había imaginado, porque en ese momento, todo seguía siendo absurdo; el simple hecho de pensar y saber que estaba pensando en silencio, ya lo era.
Allí sentado no podía hacer más que pensar. Darle vueltas una y otra vez al concepto del tiempo y el valor que pobremente uno le da. Acudieron a mi cabeza un sinfín de vagos recuerdos, uno más banal que otro; y sin embargo, las lágrimas buscaban brotar de mis ojos. Nunca supe cómo llorar, y aún ahora, en el momento en que seguramente debía hacerlo, simplemente no podía.
¿En qué había desperdiciado mi tiempo? me pregunté, pero al mismo tiempo, una voz, la de la razón y la cordura me gritaba que no respondiera, que me quedara callado, que no hiciera caso a las preguntas con las que el insomnio juega a no dejarme dormir. Pero como siempre, me fue inevitable. Comencé a responder mis propias preguntas; siempre quise ser el mejor de la clase, gastaba mi tiempo en un esfuerzo que ahora es inutil; tanto más desperdicié en el trabajo, siempre con la promesa de emprender, de librarme de las garras de un empleo y el corto salario; siempre a la sombra de lo que habían sido mis padres. Cuánto no había desperdiciado en amores que ya no están, en amigos que me olvidaron. Silencio. Para cuando miré el reloj en el mueble frente al sillón, eran las 4:30. Ahora desperdiciaba mi tiempo pensando. No pude evitar sonreir ante la idea de lo estúpido que era todo. Recordaba entonces, gracias a mi nihilismo infortuito, aquella famosa novela que se dedicaba a explicar por qué nada tiene sentido en esta vida, Jane Teller vino a recordarme que en ese momento yo era quien estaba colgado del árbol sin encontrarle el sentido a la vida. De nada servían los árboles que planté, los montones de libros que leí entonces. Silencio, me pedí; y como pude, mejor me levanté del sillón, porque si continuaba allí, seguramente terminaría todo antes de que siquiera terminara todo en realidad.
Con todo ese cúmulo de pensamientos, y la clara decepción de saber que intenté acabar con mi vida, es que fui al único lugar donde sabía que podía olvidar un momento mis problemas: la cocina.
Siempre me había sentido atraído por la cocina y sus secretos; pero entonces no tenía hambre, en cambio sabía porqué había ido a la cocina. En el interior del refrigerador había una promesa, seis latas de cerveza y una botella de vino tinto L. A. Cetto. Después de inspirar hondo, y de evitar los flashbacks de Sofía, es que tomé una de las latas y pensé en cuánto tiempo tardaría en terminar con todo el alcohol que tenía. Aún faltaba todo lo que había en el minibar: media botella de Jägermeister, unos tres vasos de Bruichladdich, otra media botella de crema de tequila Quita penas, y otro tanto de un tequila 1800.
No me sentía muy orgulloso de contar con todo eso, y menos aún de ir acabando con ellas poco a poco, pero me sentía cómodo con la idea de que aún teniéndolas, nunca había consentido la idea de terminar con ellas en el momento en que la comprara. Más bien era un vaso de lo que se me antojara, al menos  una vez a la semana o dos, al momento de leer, o a la cena, o tal vez cuando el peso de pensar era más complicado de sostener, al ver la tele o al escuchar música.
Aprecié entonces la lata que tenía entre mis manos, sentí el frío y el sudor que emana cuando entra en contacto con el calor del ambiente. Como si se tratara de una amante, subí la otra mano con tranquila calma hasta dar con la anilla, introduje mi índice e hice palanca con el pulgar; el chasquido al abrirse la lata siempre me había parecido glorioso, mas en este momento era una señal que probaba la existencia de la divinidad. Las gotas y la espuma mojaron mis dedos. El olor fue a parar a mi nariz. Nunca había apreciado tanto el abrir de una cerveza. Mis boca se hizo agua, así que bebí, el primer trago se sintió como si estuviera tocando las puertas del cielo.

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⏰ Última actualización: Jun 25 ⏰

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